Llegó a su casa cansado. Había tenido que dar muchas vueltas buscando los regalos que sus hijos le habían pedido al Niño Jesús. No los había encontrado todos, y los que halló estaban tan caros que solo pudo comprar unos pocos de los de su lista. Entre esos gastos y los demás del mes se le habían ido la quincena y las utilidades. Cuando consultó el saldo de su cuenta, se sintió desesperado. A duras penas llegaría a enero, y eso si se apretaba el cinturón aún mucho más de lo que ya lo había hecho. Elevó su mirada al cielo, y creyéndose solo, rezó:
“Dios, te agradezco de corazón todas las bondades que me concedes, el amor de mis hijos, de mi esposa, de mi familia y de mis amigos. Te agradezco la salud que nos has concedido, así como sus sonrisas y sus alegrías. Te agradezco con humildad todas y cada una de tus bendiciones, incluso aquellas que me ofreces y haces mías bajo la forma de duras pruebas y graves aprendizajes. Te pido perdón por mis fallas, por mis debilidades, por mis pecados, y te ruego que me ayudes a convertirme cada día en un mejor padre, un mejor esposo, un mejor hombre. Sé que no nos hablamos tan a menudo como deberíamos, pero hoy quiero pedirte fuerza y luces para sobrellevar la dura carga que nos impone esta inclemente realidad que padecemos. Te pido que ilumines nuestro camino y nos permitas, a todos, ver la luz al final de este túnel. Que no nos falte el pan, el coraje ni la Fe, y que pronto superemos las diferencias y las dificultades para que llegue a nuestra nación la aurora que tanto necesitamos. Amén”.
-Papá –lo sorprendió entonces la voz del más pequeño de sus hijos, que había escuchado en silencio su plegaria desde un rincón de la sala- ¿Con quién hablas?
-Con Dios hijito –le respondió.
-¿Él está aquí? –le preguntó de nuevo, llena su mirada de asombro e inocencia.
Lo cargó y lo abrazó. Besó su frente, y más para sí mismo que para su muchachito, buscando en la respuesta y en sus palabras la fuerza por la que había implorado, le respondió:
-Sí, Dios está en todas partes… y nunca nos abandona.
II
Había terminado la visita. Su familia, así como las de todos los que le acompañaban en su injusta prisión, le había llevado pan de jamón, algunas hallacas y otros confites, para simular, así fuera en la oscuridad de ese ergástulo, un almuerzo navideño. Su abuela, aún a sus casi noventa años, había mandado para él, especialmente, una generosa porción de esa ensalada de gallina de ella que tanto le gustaba desde pequeño. Ya todos se habían marchado, y estaba de nuevo en su celda. Desde allí, como lo hacía todos los días, volvió a hablar con Dios.
“Padre Eterno, bendice a mi familia y a mis seres amados. Protégelos de todo mal, y hazles leves las cargas de mi encierro. Que mi prisión no oscurezca sus ánimos en estos días, y que aún en mi ausencia puedan encontrar, en paz, motivos para la alegría. Bendice a todos mis compañeros presos injustamente y concédenos a todos, te lo ruego, la llama viva de la esperanza y la entereza que necesitamos para superar esta prueba sin caer en las tentaciones de la mezquindad y del egoísmo. Aleja de nosotros la desesperación y líbranos de aquellos que ven en nuestras causas no un motivo para luchar por la justicia perdida en este país desencajado, sino un trampolín para hacerse notorios y creerse importantes. Te pido también, con humildad y sinceridad, por nuestros captores, por quienes injustamente nos han confinado en estas cuatro paredes creyendo, equivocados, que con nuestros cuerpos encarcelarían a la vez nuestros ideales, nuestros sueños y nuestros anhelos. Ilumínalos, para que más temprano que tarde comprendan que, a pesar de nuestras diferencias, no somos criminales, sino jóvenes que luchamos por una mejor Venezuela, para todos, también para ellos y para sus hijos. Amén”.
III
Se acostó a dormir. Pero no en soledad. Esa noche Dios le regaló un sueño en el que unas caras pequeñitas, risueñas y traviesas –las que serían las de sus hijos aún no nacidos- le decían entre juegos y abrazos, bajo un cielo luminoso y despejado, lo orgullosos que estaban de él y de sus sacrificios. Para ellos –así le decían- siempre sería un honor llamarle “padre”. Gracias a él, y a tantos que lo dieron todo por su nación cuando así fue necesario, Venezuela había cambiado, para bien y para siempre.
Fue un sueño hermoso. Se parecía mucho a la realidad que vendrá.
Ella llegó a su casa, también cansada, y empezó a quitarse la ropa para darse un baño. Lo necesitaba. Dejó la franela roja y sus consignas forzadas colgadas en una silla de su pequeña, pero limpia y bien cuidada, habitación. A diferencia de otras oportunidades, esta vez eso de salir a protestar, obligada además, para defender las visas americanas y los dólares de unos pocos, unos que no sufrían sus mismas carencias ni pasaban sus duras penurias a diario, le había resultado incómodo y hasta hipócrita. Le molestaba además -no era pendeja- que se empeñaran en hacerle creer que la vuelta de cara del mundo hacia la realidad venezolana se la quisieran disfrazar desde el poder de “ataques contra la Patria”, cuando lo cierto era que no se cuestionaba al país, sino a los pocos que habían hecho con el dinero de todos, y con los derechos de todos, lo que les había venido en gana. Estaba cansada de ser usada y abusada, estaba cansada de tener que cuidar su puesto en el ministerio callando sus cuitas y jurando lealtades que ya no sentía. Estaba cansada de tener miedo de salir a la calle por las noches y de tener que rebuscarse para estirar su quincena hasta lo indecible cada mes. Estaba cansada del odio y del resentimiento.
Su mirada entonces se topó con la estampita de la Virgen de Coromoto, su virgencita, que tenía pegada a su espejo.
“Virgen Santa, Patrona de Venezuela, mi Patria Grande, te pido con toda humildad que nos protejas de la ceguera de estos que hoy, en el poder, solo velan por sí mismos y le han dado la espalda al pueblo. Te pido que cuides a mis hijos, a mi familia, a mis amigos, y que permitas que nuestros caminos, los de todos, vuelvan a ser un mismo camino, una única esperanza. Te pido que ilumines a quienes dirigen nuestros destinos, a los pocos buenos y decentes que aún existen, para que tomen las riendas de la nación y nos demuestren que el sueño de una Venezuela unida y próspera, libre y justa, es posible. Ilumínanos a todos, ayúdanos a recuperar los sueños perdidos. Amén”.
Al terminar su plegaria, sus ojos dieron con la imagen de Chávez que también guardaba siempre con ella. Su lealtad y su cariño por él se mantenían intactos, pese a las adversidades recientes, y jamás se le hubiera ocurrido criticarlo, pero estaba cargada y decepcionada. La dura realidad que se vive es muy diferente de la que Maduro les dibujaba en la TV, y la estamos sufriendo todos, sin distinciones.
Lo miró, y en el tono íntimo y familiar con el que siempre le hablaba a la imagen, en un impulso, le soltó:
-¡Tronco e’vaina que nos echaste, Comandante!
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé