TEGUCIGALPA. A las puertas de la morgue Luis Membreño se encuentra a espaldas de la calle. Se tapa la cara con una mano y llora desconsolado por su hermano Marvin, de 19 años, quien murió asesinado de tres disparos horas antes. Se duele de su suerte en medio de un notorio desamparo: carga una bolsa de plástico con algo de comida y no sabe si va a tener que dormir en la calle esa noche por la escasez de vivir de las botellas que recoge.
A pocos pasos, a la intemperie y braveando el sol canicular, la familia de Marco Almendárez, guardia de seguridad y la de José Jamaca, ambos asesinados a tiros, permanecen sentados en una banca al amparo de la sombra de los árboles.
Las tres familias comparten la incertidumbre de no saber si van a poder comprar un ataúd para poder sacar a su ser querido de la morgue y evitar que sea enterrado en una fosa común. Pero cifran sus esperanzas en reconocidos políticos hondureños quienes, a diferencia de sus colegas que en otros países que regalan tarjetas para ir al supermercado o dinero en efectivo, donan ataúdes y pagan los gastos funerarios de los más pobres.
Así, en un país donde el 40% de la población vive con menos de 1,25 dólares al día y que ostenta el primer lugar en homicidios per cápita del mundo, con una tasa de 91 asesinatos por cada 100.000 habitantes, la muerte se ha convertido en una competida arena política agenciada a través de una serie de figuras y malabares, amparados por la ley, que nutren y refuerzan una cultura política basada en los favores otorgados a una clientela de votantes.
Los políticos han creado fundaciones de caridad y ellos, o sus copartidarios y aliados políticos, a su vez, aprueban presupuestos y programas públicos destinados a esas entidades sin ánimo de lucro para que regalen féretros, sufraguen el transporte de cadáveres y paguen el café, los refrescos y la comida que se sirven durante los velatorios y hasta las sábanas para cubrir el cuerpo del difunto en un ataúd.
Pese a que todo el dinero que financia estas fundaciones proviene del erario público no existe una reglamentación específica que determine quienes deberían ser los beneficiarios de los ataúdes, el café, el transporte del cuerpo o los refrescos.
La idea «no surge por la ola de criminalidad que afecta a Honduras sino como parte de la campaña política de Ricardo Álvarez, para apoyar los barrios más humildes», dijo Nilvia Castillo, gerente de un programa llamado la «Funeraria del Pueblo» a The Associated Press.
Este proyecto es financiado por el Ayuntamiento de Tegucigalpa, una urbe de casi dos millones de habitantes. Fue creado poco después de que el alcalde Ricardo Álvarez (2006-2012) iniciara su mandato y su sede funciona en un modesto local ubicado en Comayagüela, un céntrico y popular barrio de la ciudad, que sirve al mismo tiempo de sala de velación, sitio de oración, depósito de ataúdes y oficina administrativa.
La gerente Castillo le mostró a la AP las cifras del programa que ciertamente certifican su popularidad. «Si en el primer año, 2006, se entregaron 374 ataúdes, ahora hemos multiplicado la cifra por cuatro», dijo. «Si Ricardo Álvarez se convirtiera en Presidente de Honduras, lo extendería (el programa) a todo el territorio, estoy segura».
El traslado de un cadáver fuera de la capital cuesta unos 500 dólares en promedio y un féretro unos 125.
Alberto Arce / AP