Sylvia Kristel, aunque muy bella, no era particularmente voluptuosa, era más bien delgada y algo lánguida, más parecida a las modelos de alta costura de ahora que a Diosa Canales o Roxana Díaz, pero los juegos a los que se sometía en su personaje y las tenues líneas que el guión trazaba entre lo terrenal y lo sublime, abrían mil puertas a la más fecunda imaginación
Recuerdo que un fin de semana, siendo yo un indócil adolescente, una repentina ausencia de mi progenitor que me dejó solo en casa, me permitió explorar con relativa libertad no sólo su biblioteca, la cual ya había hecho casi mía y en la que tenía ya mucho tiempo disfrutando de sus libros, incluso de aquellos que definitivamente no eran para “menores”, como “Sexus”, “Plexus” y “Nexus”, de Henry Miller, “El amante de Lady Chatterley”, de D.H. Lawrence, o “Delta de Venus”, de Anaís Nin; sino además descubrir la colección de películas de “Betamax”, que mi padre guardaba, aunque no bajo llave, sí con bastante celo y secreto.
No me malinterpreten. No se trataba de películas pornográficas ni mucho menos, pero no eran aquellos los tiempos del Blu-ray ni de los DVD, y en el empeño limitante, aunque infructuoso, de mi padre no había pacatería ni estrechez, sino un prudente anhelo de que sus hijos no le dañáramos sus cosas. No olvidemos que por aquellos lustros, que ahora parecen parte de un pasado remoto, no eran pocas las veces en las que el “novedoso” reproductor de cintas, o el indispensable “rebobinador”, se las comían estropeándolas irremisiblemente.
Conocí a Emmanuelle
Allí estaban muchas películas de moda para esas fechas, pero también muchos clásicos que desde aquellos púberes momentos comencé a ver. No siempre apreciándolos como correspondía por supuesto, pero sí con mucha curiosidad. Encontré “Amarcord” de Fellini, “El discreto encanto de la burguesía” de Buñuel y otros títulos similares, pero además hallé un verdadero tesoro, o así por lo menos lo interpretaron mis convulsionadas hormonas juveniles: Allí estaba “Emmanuelle”, en su versión dirigida por Just Jaeckin y protagonizada por la holandesa Sylvia Kristel.
No era yo ajeno a las sutilezas del erotismo ni a los contrastes entre este y la ruda pornografía de la época, al menos de la rudeza de la que llegaba a manos de mis amigos y que por supuesto compartíamos en esa búsqueda de respuestas y de alivio a nuestras ansias de muchachos. Ya la literatura se había encargado de enseñarme que la sensualidad más contundente no dependía, y por el contrario lo rehuía, del carácter gráfico o expreso de su manifestación, y que el verdadero erotismo era el que lejos de mostrarte hasta los más recónditos y explícitos detalles de la anatomía o de los encuentros entre amantes, te hacía parte y protagonista de la escena dejando que fuese tu imaginación, a tu gusto y medida, la que completara lo que de manera deliberada y sutil, se mantenía velado al espectador.
Emmanuelle fue entonces toda una revelación. No era buen cine, en estricto sentido, pero eso sinceramente, como podrán ustedes anticipar, siendo yo un zagaletón me importaba muy poco. Sylvia Kristel por cierto, aunque muy bella, no era particularmente voluptuosa, era más bien delgada y algo lánguida, más parecida a las modelos de alta costura de ahora, que a una Diosa Canales o a una Roxana Díaz, pero los juegos a los que se sometía en su personaje y las tenues líneas que el guión trazaba entre lo terrenal y lo sublime, abrían mil puertas a la más fecunda imaginación. Ese era su mérito. Fue con ella que descubrí, más bien corroboré, que en la sexualidad humana hay mucho más que simple ayuntamiento, y que precisamente mucho de lo que nos hace civilizados en realidad, tiene que ver con la manera en la que los seres humanos hacemos del acto sexual mucho más que un entrar, eyacular y salir, de otro cuerpo.
“La civilización del espectáculo”
La seducción, antes en letras pero desde ese momento en imágenes y diálogos, se confirmó entonces como un proceso largo, estimulante y feliz, en el que el coito no es más que uno de sus momentos, siendo el “antes” y el “después”, con todo lo que estos implican, juegos elaborados en los que tanto o más que en aquél, vale la pena, mucho lo vale, participar. El acto sexual, al menos el acto sexual pleno, el que más llena, no es sólo lo que ocurre en la cama, comienza desde mucho antes, y reverbera hasta mucho después
Nuestro tiempo, la globalización y los avances de la informática, aupados en ello por medios masivos de comunicación, más ganados a generar rating a costa de lo que sea, que a cuidar de la calidad de sus contenidos, sin embargo, están acabando poco a poco con ese rasgo verdaderamente humano, misterioso y vital, de nuestra sexualidad.
Vargas Llosa, en su último libro “La civilización del espectáculo” dedica todo un capítulo, ejemplos en mano, a la “desaparición del erotismo” criticando con mucha agudeza no exenta de un muy fino humor, el hecho de que a favor de una supuesta “liberalidad” que todo lo muestra sin remilgos ni límites, estemos sacrificando “los rituales, el misterio, las formas y la discreción gracias a los cuales el sexo se civilizó y se humanizó”.
Hoy día cualquier infante con un mínimo de conocimiento puede, si se le descuida, tener acceso a través de Internet a las formas sexuales más explícitas, y con ello a la vez se hace fácil sujeto de una manipulación, que a la larga, no contribuye a su formación sexual sino que le devuelve a la (in)comprensión de la sexualidad como un simple “mete y saca” (perdónenme lo gráfico del símil) del que hasta un casual repartidor de pizzas puede gozar sin mucha elaboración erótica, es decir, sin mucha humanidad, en brazos de alguna mujer estereotipada, ficticia hasta en sus curvas, que cumple más el papel de un animal en celo que el de una fémina de nuestra especie.
La verdadera sensualidad
Esto explica muchas de las tragedias que padecemos. No tiene esto nada que ver con la lucha válida contra los prejuicios, la mojigatería obtusa o contra el oscurantismo sexual, siempre negativos, sino con la banalización de lo humano, en este caso de la sexualidad humana, que no puede sino degenerar en atrofias intelectuales, emocionales y hasta físicas muy lastimosas.
Por estas tergiversaciones es que ahora muchas de nuestras mujeres se envenenan con biopolímeros, tratando de parecerse más al estereotipo impuesto de la belleza y de la sensualidad que a sí mismas, y muchos hombres buscan comportarse en la cama más como un Ron Jeremy que como un consumado (y mucho más exitoso y legendario, a final de cuentas) Giacomo Casanova. Olvidamos que la verdadera sensualidad no está tanto en nuestra apariencia, como en nuestra actitud, y que en el misterio íntimo y elaborado del acto sexual entendido como un proceso, que no sólo como cópula, cabe siempre descubrir algún nuevo milagro que nos acerca a la divinidad.
Lo que decía mi padre
Pero Emmanuelle murió esta semana. Sylvia Kristel sucumbió al cáncer y con ella quizás también caigan Bilitis, los artistas y modelos de Nin y hasta las vírgenes atribuladas del Marqués de Sade. Jenna Jameson, John Holmes, Octomom y otros “wannabe” similares parecieran estar ocupando sus lugares sin dejar mucho espacio, por cierto, a la imaginación. Lo malo es que olvidamos, como siempre me lo recuerda mi padre, que “la verdadera maldad en el mundo comienza con la falta de imaginación”.
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome