Zigzagueando peligrosamente entre los autos, a toda velocidad y burlando semáforos: poco importa, los mototaxis proliferan como la salvación contra el infernal tráfico de Caracas, capital del país con la gasolina más barata del mundo, que se ve agobiada con malas vías de tránsito.
«Tanto el tráfico (de autos) como el metro tienen mucho retraso, la manera más fácil de moverse hoy en la ciudad es en mototaxi», asegura a la AFP Juan Manuel Sanabria, mientras espera para llevar clientes en su moto desde una esquina del ajetreado barrio de Chacao.
En esta encrucijada de dos arterias principales y una estación del metro dentro de esta zona de comercios y oficinas, las cooperativas de mototaxis se multiplican. En una ciudad, de unos 3,2 millones de habitantes, que vive una eterna ‘hora pico’ y donde con frecuencia hay prisa, siempre hay un cliente para los mototaxistas.
Son casi las seis de la tarde y en la acera de enfrente Dilia Ardila está apurada, «entonces para poder llegar más rápido a un lugar utilizo el mototaxi», dice momentos antes de enfundarse el casco reglamentario.
El viaje la llevará centellante a centímetros de otros vehículos, mientras sus manos se aferrarán únicamente al torso del conductor o a la rejilla metálica de equipaje. «Por supuesto (que hay riesgos), las motos son unos vehículos bastante peligrosos porque no tienen ningún tipo de protección», se resigna esta joven de 22 años.
En lo que va de año, un millar de motociclistas han muerto en Venezuela, según una revisión de casos de prensa realizada por el privado Centro de Investigación en Educación y Seguridad Vial.
Aunque no hay estadísticas oficiales claras, las historias de motorizados que asaltan los autos en los trancones o falsos mototaxis que roban a sus clientes aparecen en los periódicos locales, junto con robos de motocicletas que terminan en asesinatos.
Sentado sobre su Vespa, con el chaleco naranja fosforescente de los mototaxistas, Edgar Alexander admite que algunos de sus colegas que «se atraviesan a los carros y le dan con el casco al parabrisas, rompen los vidrios» e incluso roban. «Por uno pagan todos», se lamenta.
Pero de nada de esto quiere saber Celina Pedrozo, mientras espera por un taxi… de cuatro ruedas. «Es preferible estar una hora en cola (congestión vehicular) e ir cómodamente sentada que estar en una moto esperando que la gente me mate», dice a la AFP suplicando a las autoridades por «control».
Un televisor en moto
Caracas, una de las urbes más modernas de América Latina hasta mediados de los años setenta, no ha visto inversiones en nuevas vías de envergadura en casi 40 años, mientras su población y el parque automotor se han multiplicado.
Cualquiera sueña con tener una moto mientras pierde horas en el tráfico de la capital venezolana, donde circulan 1,7 millones de autos, unos 380 por cada kilómetro de vía, según datos de la industria automotriz.
Mientras los autos son difíciles de conseguir y son carísimos, las ventas de motocicletas se disparan -300.000 en los primeros diez meses de 2012, el triple del resto de los vehículos-, especialmente en las unidades de bajos costos que usan los mototaxistas.
«Son una plaga», señala Marisol Márquez, al cruzar la calle, recordando los frecuentes encontronazos de las motos con los espejos retrovisores de su vehículo, a motorizados que hablan por celular, conducen por las aceras o en contraflujo.
Tampoco es difícil ver lo insólito sobre dos ruedas: familias enteras con niños pequeños, televisores o puertas, y cuando hay lluvia -en Caracas suele ser torrencial- montones de motorizados se refugian sin oposición bajo los puentes.
Celia Herrera, presidenta de la privada Sociedad Venezolana de Ingeniería de Transporte y Vialidad (SOTRAVIAL), intenta dar con «soluciones integrales» a este círculo vicioso de congestión, agresividad, infracciones, impunidad y anarquía. «Del gobierno central hacia abajo tienen que tomar el problema a fondo para mejorar la movilidad» con nuevas vías, mejor transporte público y nuevos espacios para peatones, motociclistas y ciclistas, afirmó.
Pero en el fondo hay que «volver a los principios del ciudadano e internalizar que tenemos que compartir el espacio público», concluyó.
Ramón Sahmkow /AFP