No se trata, pues, de gobernadores oficialistas u opositores, ni de la resolución de la salud del Presidente, sino del confuso futuro que se vislumbra ante un esquema impracticable en el tiempo
Más allá del significado numérico reflejado en las elecciones de ayer nos gustaría creer que el país se encamina a ser una sociedad de «hombres libres», pero no bajo los parámetros oficialistas según los cuales sólo son libres aquellos que comulgan con la «nueva doctrina marxista».
Ciertamente el caudillaje y reprimenda del Gobierno no se visualizan con la peculiaridad de personas armadas, formalmente uniformadas, golpeando algún vecino en plena vía pública. El arte de la represión socialista, por llamarlo de alguna manera, se evidencia por el severo control que tiene el régimen sobre las instituciones para decidir, por ejemplo, quién sería condenado o desterrado sin que prive juicio alguno.
Los megalómanos se cuidan de preservar para ellos y para la minorías privilegiadas que los rodean la mayor parte del producto social dejando «lo suficiente», regalías y misiones, para dogmatizar almas y garantizar la conveniente continuidad del status quo.
La escasez y carestía no han provocado una revuelta ciega, como la ocurrida el 27 de febrero de 1989 con su consecuente represión, porque el «factor estimulante» ha sido mitigado por el aluvión masivo de insumos básicos importados con fondos derivados del ingente ingreso petrolero. ¿Cuánto más puede durar este insolente esquema obsequioso que liquida el sistema productivo?
No se trata, pues, de gobernadores oficialistas u opositores, ni de la resolución de la salud del Presidente, sino del confuso futuro que se vislumbra ante un esquema impracticable en el tiempo. La coerción física y la escasez han sido los instrumentos más eficaces en mano de autócratas para regular la conducta humana.
A los socialistas no les conviene aceptar que sólo la sociedad de mercado hace prosperar al individuo en condiciones relativamente emancipadas aún con la incertidumbre que implica depender de un salario o de una ocupación aleatoria. Sólo la productividad y el trabajo hacen posible la consecución del bienestar social. Las misiones, aunque mitiguen parte de las penurias de un sector, lejos están de sacarlo de la inopia y mucho menos de mejorar los liados conflictos que aquejan al país.
Ahora, elegidas las autoridades centrales y regionales, viene la parte más difícil: retomar los hábitos sociales e incentivos de trabajo para rescindir el único legado trajinado por el régimen durante 14 años: la cháchara presidencial y la destrucción de la ciencia práctica que hace girar la rueda de la industria. Hoy tenemos nada menos que una ontología a la cubana que arrincona al sistema productivo y, por ende, el ascenso social. Ninguna sociedad resiste que la minoría productiva se haga cargo de una mayoría parasítica. Ello estimula la apatía perniciosa y, lo peor, la confrontación.
Los gobernadores de la alternativa democrática tendrán que trabajar duro junto al pueblo para desenmascarar el inmenso y costosísimo aparataje de propaganda articulado por el régimen a través de los numerosos medios que controla.
Ya no tiene cabida la tramoya de las encuestas organizadas por cubanos; llegó la hora de la racionalidad como, por ejemplo, detener el intento oficialista para controlar los sistemas de educación integral y paraeducacional. La farsa de ostentar amor patriótico mientras se descalabra el nivel de vida de todos los venezolanos tiene que llegar a su fin. Por ejemplo, ¿qué hacer para mitigar el efecto conminatorio incitado por la delincuencia?
Estudiosos de la escena social dudan que un condicionamiento que lleva 14 años pueda corregirse a corto plazo. Sin embargo, no podemos admitir como cierta esa premisa pesimista conducente a la autodestrucción.
El Gobierno está comprometido con la ideología comunista que sugiere que la clase trabajadora ha sido «corrompida» por el deseo de poseer bienes de consumo propios del capitalismo. Al régimen poco le importa que esos ingresos provengan del fruto de un empleo seguro y productivo ni que la mayoría anhele ascender socialmente para mejorar su nivel de vida. Así, pues, no se trata de obtener una gobernación más o menos; el asunto es otro: hacer uso legítimo de la civilidad para recuperar el hálito republicano perdido.
Miguel Bahachille M.