De pronto se dio cuenta de que los regalos más difíciles eran los que le quedarían pendientes.
De todos modos su ánimo estaba sereno. Si algo agradecía de diciembre era la vista de ese cielo, ora nuboso ora despejado, pero de tan particular luminosidad decembrina, que nos duraría según decían la radio y las noticias hasta principios de febrero. Era una bendición, así lo veía él… Pese a todo.
A sus hijos ya les había comprado sus regalos; los esperaba con ansias, porque los dos, Pedro y Alberto, vivían con su madre en el exterior y habían acordado pasar las fiestas de este año con su padre. A Pedro le había conseguido una hermosa pluma fuente, ya que era en verdad un escritor muy prometedor, y quizás por esa parte de su carácter tan ganada a la bohemia, prefería la escritura manual a la computarizada. Para Alberto el más “cuadrado” y metódico de los dos hermanos, había comprado un pequeño laptop, con todos los programas que su carrera como incipiente arquitecto demandaba. Estaba en verdad satisfecho pues tenía la completa seguridad, pues conocía a sus hijos muy bien, de que los dos presentes navideños les encantarían a ambos.
El día anterior había ido a un centro comercial a hacer (¡mala manía que tenemos!) sus compras de “última hora”. Entre apuros y empujones había entrado en la primera juguetería que vio, y allí se hizo de los regalos que serían puestos, de su parte y de la del Niño Jesús, en los respectivos arbolitos de los infantes que eran parte de su vida: A sus dos ahijados, dos alegres chiquillos de cinco y siete años de edad, les compró unos Lego de esos ultramodernos que tanto les gustaban, pero que sin embargo para su gusto son demasiado precisos en las piezas, de manera que dejan muy poco espacio a la creatividad. Recordaba, mientras los elegía, los mismos Lego con los que él se había divertido en su infancia: Piezas sueltas y sin mayor intencionalidad, que permitían que de cinco seis de ellas pudiera hacerse desde un carrito hasta un robot, dependiendo del ánimo y de la imaginación de quien jugara con ellos. “No lo sé”, pensó, “pero creo que es mejor dejar que los chamos inventen más”. Igual se dejó llevar por la recomendación que le hizo la dependiente de la tienda, y compró dos naves espaciales para armar, con tres muñequitos incluidos cada una. Sabía que a sus ahijados les encantarían.
También había ido a otra tienda a buscarle un regalito al hijo de su vecino, que era un poco más pequeño que sus ahijados. Había tenido el buen tino de preguntarle a Jorge, el padre de la criatura, y a Mariela su mamá, qué era lo que mejor podía regalarle a ese chiquito al que todas las mañanas al salir encontraba adormilado en brazos de sus padres mientras lo llevaban a su maternal, pero que sin embargo siempre le saludaba emocionado y le preguntaba, con una sonrisa de oreja a oreja y a su modo de hablante “en construcción”, por su perrita Princesa, de la que estaba “enamorado” y con la que jugaba de vez en cuando; le compró un muñeco de Buzz Lightyear que seguro le gustaría mucho.
Tenía también dos sobrinos de nueve y de seis años, María la primera y Eduardo el segundo, hijos de su hermano Gustavo, pero como se iban con sus padres de viaje durante las fiestas no consideró necesario comprarles nada por el momento. Esperaría para entregarles sus obsequios hasta el festejo del Día de Reyes, tradicional en su casa por la herencia española de su madre.
Fue entonces cuando se detuvo frente a una tienda hermosamente decorada, en la que se ofrecían bellísimos artículos para damas. No eran objetos especialmente costosos o lujosos, pero sí de excelente y muy colorida manufactura. Aunque vivía bien, y especialmente ese año había empezado a cosechar los frutos económicos de muchos de sus pasados sacrificios, él no era un hombre de estos a los que comprar cosas “de marca” le fuera indispensable. Tenía buen gusto y lo sabía, y también sabía que los regalos más hermosos no son necesariamente los más caros, sino los que se adquieren para quienes amamos, no desde lo grueso de nuestras billeteras, sino desde el corazón.
Eso se lo había enseñado su madre. No tuvieron, ni él ni su hermano Gustavo una infancia acomodada, y muchas fueron las limitaciones a las que se vieron sometidos en sus primeros años, sobre todo después del divorcio de sus padres. Ellos aún separados hacían lo que mejor podían, pero igual no siempre le alcanzaban la quincena o los aguinaldos a San Nicolás para dejarles a él y a su hermano todos los regalos que pedían. Así muchas veces tuvieron que conformarse con lo que se podía obtener; pero bañado por el amor de sus padres, especialmente por el de su madre, hasta el más sencillo y barato juguete se convertía en Navidad en toda una sorpresa, en todo un grato acontecimiento. Eso no se le había olvidado jamás.
Pensó entonces en qué le hubiera regalado a su madre si ella aún estuviera con él. Ella había fallecido hacía ya unos años, pero aún así y especialmente en Navidad, él la recordaba con todo el amor que le cabía en el pecho. Vio una bellísima cartera en la tienda y pensó que ese sería el regalo perfecto para ella. La detalló con calma y melancólicamente, imaginando la cara y la expresión de su madre al recibirla, hasta que un empleado de la tienda le interrumpió hablándole de su precio, entonces él le dijo “No se preocupe, este es uno de los regalos que me quedará pendiente”.
Al salir de aquella tienda se topó con otra en la que se mostraban, muy elegantemente dispuestas, varias prendas femeninas de vestir, sobrias pero muy sensuales, que él estaba seguro hubieran sido el regalo perfecto para esa otra mujer que también le quedaría pendiente. Pensó en ello. La relación había sucumbido hacía un par de meses a una serie de errores mutuos que no había dejado en ambos más que decepción y rencores, y pese a que después de que ella lo dejara, haciéndole probar el cruel sabor de su ausencia, él había reflexionado y había tratado de reconquistarla, esa puerta, al menos así lo parecía, se había cerrado para siempre.
La imaginó despertando en sus brazos el 25 de diciembre, luego de que él se hubiese levantado de madrugada a colocarle sus regalos frente al pesebre. Imaginó su alegría y su sonrisa al recibirlos, imaginó sus palabras y su voz… Pero nada de eso sería posible ya. Se habían dejado vencer los dos por las dudas y el resentimiento, y eso lo había alejado de esa mujer, que ahora lo sabía, era el amor de su vida.
Sin embargo no le abrió la puerta a la tristeza. La Navidad no es para demorarse en el dolor ni en lamentos, es tiempo de introspección, de perdón y crecimiento. Nunca más volvería a caer en las trampas del rencor o de la rabia. Ese duro aprendizaje era quizás el regalo de Navidad que Dios había dispuesto para él.
Pero igual lo pensaba: “Definitivamente los regalos navideños más difíciles no son los que podemos dar, sino los que el destino dispone que nos queden pendientes”.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé