Domingo Fontiveros
Hace 30 años, un 18 de febrero, el gobierno de Luis Herrera Campins rompió con la libre convertibilidad del bolívar que había predominado durante casi toda la historia de la República. El control de cambios establecido a partir de entonces ha permanecido con breves excepciones en las 3 décadas transcurridas, sin que Venezuela haya experimentado mayor progreso y sí muchos signos de retroceso e involución. La libertad cambiaria funciona para los países, el control de cambios sirve sólo para los gobiernos y, con frecuencia, ni siquiera eso.
Quizá sea el actual Gobierno el que más explícito ha sido en el tema, cuando declaró hace 10 años que la finalidad del control era política más que económica, aunque inicialmente lo económico fuera utilizado como excusa. Ello significa que el sistema cambiario actual es una herramienta para el ejercicio del poder, no un instrumento de desarrollo, lo cual es anatema en el marco de una ética democrática que obviamente ha sido desplazada a favor de una ética autoritaria socialista.
Lo que sobrevino como consecuencia de aquel remoto viernes negro venezolano ha sido como una edad de plomo para la economía del país y el bienestar material y cultural de su pueblo. Venezuela se ha quedado sin proyectos (¿socialismo 21?… ¡por favor!) y se ha convertido en una nación vieja, no por edad sino por falta de ideas nuevas.
La industria pesada y semipesada se desgaja en obsolescencia, lo cual es un enorme contrasentido para una geografía repleta de recursos en hidrocarburos y minerales, mientras el resto del plantel industrial apenas sobrevive bajo el peso de numerosos estratos burocráticos y trabas acosadoras. La agricultura es apenas una sombra de lo que fue por un tiempo pasado y ni qué hablar de la que pudiera haber sido. La educación para la excelencia es acorralada por la tiranía de la mediocridad y la salud pública subsiste en medio de la desidia y el desinterés. La lista es larga y también conocida.
¿Todo ello como consecuencia del control de cambios? Por supuesto que sí, pero no por lo que parece sino por todo lo que con el control se quiere ocultar en los gobiernos. El viernes negro fue el último día de libertad cambiaria de aquella otra Venezuela que en lugar de evolucionar en todos los órdenes de la vida social, sucumbió hacia su final en la tentación de buscar ser una potencia, obnubilada por el brillo de los petrodólares, que terminaron transformados en tsunami. Y tal como está ocurriendo ahora con sueños de grandeza todavía más delirantes, que insuflan también a algunos gobernadores y hasta a algunos alcaldes.
Y es que se ha llegado al extremo descabellado de descalificar por «neoliberal» a las más elementales reglas de disciplina fiscal y monetaria, como si los descomunales déficit fuesen ilusiones, o a la comprensión de la ecuación precio/costo, como si los desarreglos del sistema de precios fuesen inocuos para la producción y el empleo.
Los años grises como el plomo que hemos vivido en la última generación, serán recordados como una época de decadencia. Esperemos que en la próxima generación se corrijan los entuertos y podamos construir entre todos una nueva edad dorada, cambio político mediante, como fue la verdadera intención de los Libertadores.