Roberto Giusti
Este, para desgracia del chavismo radical, no llegó a ser un país sometido al totalitarismo porque a Chávez le faltó tiempo y porque, sobre todo, eso requiere la sumisión total y ya sabemos que aquí, con sus más y sus menos, la mitad de la población se ha mantenido irreductible ante los intentos de dominación
En realidad el título debería ser aprender a vivir sin Chávez, materia sobre la que hemos venido haciendo un entrenamiento de creciente intensidad, con sus altas y sus bajas, bajones y subidones, según pasa el tiempo, desde junio del año 2011, cuando él mismo reconoció su enfermedad en inolvidable cadena nacional.
Desde entonces hemos asistido, con fascinada expectación, a veces enfermiza, a veces folclórica y sobre todo hipocritona y surreal, al drama personalísimo de un hombre cuyas fases de incredulidad, negación, depresión, aceptación, fortalecimiento posterior del ánimo (lucharé y venceré) y derrumbe, al parecer definitivo, trascienden el secretismo, la desinformación y las intrigas palaciegas.
Todo aliñado con una decisión heroica y egocéntrica a la vez: «como yo soy la única referencia válida de poder y de mí, solo de mí, depende todo lo que se ha «construido», sacaré fuerzas de flaqueza, me embarcaré en una campaña electoral como si estuviera sano y en un postrer esfuerzo ganaré las elecciones (7-O), remataré el control total de los poderes (16-D) y les dejaré a los sucesores todo atado y bien atado Tan bien que ni el mismo generalísimo Francisco Franco lo hizo tan bien. Luego, después de mí, el diluvio. Ciao. Hasta la victoria siempre».
Pero esos bajones y subidones de incertidumbre (se cura, no se cura, se cura, no se cura) con que vacunaron al país, hicieron del entrenamiento algo inútil porque cada quien creyó lo que quería, desde quienes lo adversan apasionadamente, hasta quienes lo idolatran con igual pasión, pasando por los numerosos y restantes estados de ánimo que suele generar un carácter tan arrebatador e imponente. Así que hasta en eso permanecimos polarizados y sumidos en la mutua aversión.
Pero el problema sigue ahí luego de un régimen cuyo gran catalizador sale de escena dejando el papel protagónico a la mediocridad y a la lealtad canina, incapaces de continuar «la obra» emprendida por el sumo caudillo. Este, para desgracia del chavismo radical, no llegó a ser un país sometido al totalitarismo porque a Chávez le faltó tiempo y porque, sobre todo, eso requiere la sumisión total y ya sabemos que aquí, con sus más y sus menos, la mitad de la población se ha mantenido irreductible ante los intentos de dominación.
Será difícil, sobre todo para el chavismo, adaptarse a una vida sin él porque, en medio de la incertidumbre y de la incapacidad de sus herederos y más allá de los efectos de la exacerbación del culto a la personalidad, con fines electorales, lo que está planteado es si el sistema político establecido lo es efectivamente y en consecuencia puede seguir funcionando sin el caudillo. O si, por el contrario, lo que vivimos durante tres lustros no ha sido sino una larga y conflictiva dictablanda que se evapora con su hacedor.