Carlos Torres abre la puerta con alambre de púa que da acceso a un barrio controlado por una pandilla conocida como «La Piedrita», lugar al que la policía no se atreve a entrar sin permiso. «Leales al Comandante Chávez», reza una pancarta colgada a la entrada de este reducto ubicado en la barriada del 23 de enero, al oeste de Caracas. Este barrio pobre es el hogar de un pequeño ejército de jóvenes armados con pistolas; hombres que, como Torres, han asumido el rol de guardianes de la «revolución socialista» del fallecido Hugo Chávez.
Como él, estos jóvenes constituyen parte del núcleo duro de defensa del chavismo, y que bajo ninguna circunstancia permitirán que la «oligarquía» y sus presuntos patrones de Washington vuelvan al poder. «Eso nos costaría sangre, sudor y lágrimas, pero no regresarán», dijo Torres dando a entender, como han hecho otros chavistas, que no aceptarían una victoria de la oposición en las elecciones.
Si la «revolución socialista» del popular caudillo resulta amenazada por enemigos internos y externos, como dijo el que fue ungido como su sucesor por el ex mandatario, estos jóvenes estarían en la línea de defensa.
Se trata de cientos de personas fuertemente armadas, en constante estado de alerta, algunos muy nerviosos en apariencia, que están diseminados a lo largo de las colinas del área metropolitana de Caracas y que pertenecen a oscuras organizaciones autollamadas «colectivos», acusadas de intimidar a opositores políticos y de algunas otras cosas peores.
Para estos seguidores de Chávez, el llamado que el lunes hizo el ministro de Comunicación Ernesto Villegas para estar «en pie de guerra» se escuchó elocuente y claramente. Son el rostro más visible de un contingente de cuadros armados leales al gobierno, que no tienen nada que ver con una milicia nacional de 125.000 miembros afiliada a las fuerzas armadas, en un país lleno de armas y que tiene la segunda tasa de asesinatos más alta del mundo.
Lo que hace que estos grupos resulten un factor potencialmente peligroso, según dirigentes de la oposición y activistas de los derechos humanos, es que las autoridades generalmente no se meten con ellos.
El vicepresidente Nicolás Maduro, a quien Chávez postuló como el candidato a la presidencia de su Partido Socialista Unido en caso de que él muriese, viene diciendo desde hace semanas que el líder opositor Henrique Capriles ha estado «conspirando» contra la democracia venezolana.
Durante el fin de semana, y horas antes de que se anunciase la muerte de Chávez el martes pasado, Maduro sostuvo que Capriles estaba conspirando con golpistas y «banqueros fugitivos» contra un régimen que se ha congraciados con los pobres y usado la riqueza del petróleo para ofrecer atención médica, educación y cuidado de niños gratis.
El mismo Chávez utilizó durante mucho tiempo este tipo de prácticas y retórica. Los opositores decían que atizaba la xenofobia mientras permitía que sus lugartenientes convirtieran a sus partidarios en tropas civiles de golpe rápidamente desplegables.
Maduro también expulsó a dos agregados militares estadounidenses aduciendo que trataron de reclutar oficiales venezolanos para «proyectos desestabilizadores», lo que para Torres es prueba suficiente de que Washington está tratando de sabotear la revolución ahora que un cáncer mató a su abanderado. «La CIA está entrenada para este tipo de cosas. Ha contribuido con el derrocamiento de gobiernos y derramado sangre en Centro y Sudamérica», indicó.
«Pero ellos estarán aquí contra el pueblo», agregó Torres. «Sólo dejen que traten de ponerlo a prueba y no habrá una gota más de petróleo para Estados Unidos», el principal importador del crudo venezolano. La entrada a La Piedrita está adornada con un gran cartel que dice «Leales al comandante Chávez».
Se calcula que entre 1.000 y 1.500 «colectivistas» viven en un radio de 12 kilómetros (8 millas) del palacio presidencial Miraflores, de acuerdo con Rocío San Miguel, de la organización no gubernamental Control Ciudadano. «Desconozco los números que pueden existir en todo el país», dijo.
La gente de La Piedrita y una agrupación conocida como Tupamaros funcionan desde mucho antes de que Chávez llegase al poder en 1999. Bajo el gobierno de Chávez, las dos agrupaciones crecieron y surgieron asimismo grupos de matones en motocicletas, todos leales al ex paracaidista fallecido a los 58 años de edad.
Si bien esos grupos realizan tareas comunitarias, pintan edificios, arreglan ascensores y limpian calles, algunos han sido filmados mostrando armas en público.
Y hay grabaciones de episodios en los que miembros de esas bandas cometen delitos y se refugian en territorios controlados por pandilleros. «Hay como un acuerdo tácito de la policía de no entrar», indicó Luis Izquiel, abogado penalista que coordina la comisión de seguridad de la coalición opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD).
No hay pruebas de que esas agrupaciones reciban armas y entrenamiento del gobierno, aunque algunos detractores aseguran que el gobierno les hace llegar armamento.
Izquiel dijo que en un país en el que hay unos 6 millones de armas de fuego, el 90% de las cuales son ilegales, hay muchas razones para preocuparse. No está claro qué porcentaje de los delitos tiene raíz política y cuántos son económicos. «Las investigaciones no llegan hasta nada», indicó.
Por su puesto, los colectivos chavistas pueden variar en su diligencia. Un miembro de la dirección nacional de los Tupamaros, Jesús Bermúdez, fue uno de cuatro elementos de boina negra divisados en el cortejo fúnebre de Chávez el miércoles, cuando su cadáver fue trasladado en un ataúd del hospital donde murió a una academia militar en la que permanecerá hasta su funeral del viernes.
«Tenemos un enemigo que nunca descansa. Tampoco lo harán los revolucionarios», dijo Bermúdez al afirmar su creencia de que la derecha política planea crear «un clima de desestabilización».
Bermúdez dijo que su tarea es «llamar a la calma y seguir organizando a la gente del poder». Sin embargo no quiso opinar del uso de la violencia para defender al chavismo: «La revolución no puede ser sólo un discurso».
Bermúdez desmintió versiones de que los Tupamaros estuvieron involucrados en un violento ataque a unos 40 estudiantes que se habían encadenado a postes de lámparas para exigir información sobre el estado de Chávez.
El incidente se produjo exactamente en momentos en que Maduro anunciaba la muerte de Chávez. Individuos enmascarados que se movilizaban en motocicletas, algunos con pistolas, dispersaron a los estudiantes y quemaron sus carpas.
Frente a la base militar Fuerte Tiuna, por donde también pasó el cortejo acompañado por unas 20.000 personas, se encontraba la militante chavista Raisa Urbina. Poco antes de las elecciones presidenciales de octubre pasado, Urbina le habló a un periodista de un grupo que según ella estaba listo para tomar las armas y defender la revolución.
Urbina, de 58 años, dirige una agrupación que ayuda a los pobres en un sitio del Petare, en las afueras de Caracas, llamado La Fortaleza, un bastión revolucionario cuyas paredes están cubiertas por imágenes de héroes de la izquierda como Karl Marx, Fidel Castro, el Che Guevara y Ho Chi Minh.
La mujer dijo que ya no cree que el chavismo esté amenazado ni que se necesite recurrir a la violencia, por más que Capriles haya obtenido el 45% de los votos en los comicios del 7 de octubre.
«Estábamos luchando por nuestro poder y lo ganamos», dijo Urbina, vestida de pies a cabeza con ropa militar camuflada y en el lóbulo izquierdo trae un arete con la imagen de Chávez. Su cabeza rapada revela la quimioterapia a que se está sometiendo para tratar un cáncer de seno. La lágrima que le surcó el rostro probablemente no fue motivada únicamente por Chávez.
Urbina dijo que confía en que Maduro ganará las elecciones presidenciales a convocarse supuestamente en los próximos días. «El tribunal que estás viendo», dijo señalando hacia una marea de camisetas rojas chavistas. «No hay respuesta para esto porque es el pueblo. Esto va a arrasar años y esto no se va a olvidar jamás. Jamás».
AP