La polarización nos ha hecho víctimas ya de una muerte simbólica: La de nuestra hermandad, la de nuestra identidad, la de un gentilicio que se regalaba afinidad y que gozaba en vincularse desde lo que nos unía, que no en distanciarse desde lo que nos hacía diferentes o hasta opuestos
Hoy es domingo de Resurrección. Los católicos conmemoramos el regreso de Cristo desde la muerte, luego de haber padecido la pasión y de haberse sacrificado por nuestra salvación. También se celebra en estas fechas Pésaj, la Pascua Judía, en la que se recuerda la liberación del pueblo de Israel del yugo y de la esclavitud que sufrieron a cargo de los egipcios.
Es momento de pensar en lo que el concepto de resurrección significa, y de demorarnos un poco en lo que implica la lucha verdadera por la libertad en una nación que ha padecido, como la nuestra, lo que hemos sufrido en los últimos tiempos. Creo que las circunstancias actuales nos han llevado a un punto en el que se nos impone un renacimiento, para de esa manera poder mirar al futuro a los ojos y sin los miedos, las carencias y los resentimientos que tanto han marcado nuestra existencia en los últimos lustros. Eso sólo lo lograremos si, en primer término, asumimos plenamente la grave verdad de los problemas que enfrentamos, y en segundo lugar si hacemos los sacrificios necesarios y nos despojamos de los viejos rencores, de las viejas máculas, que venimos arrastrando y que se han visto vilmente magnificadas, al punto de que hoy por hoy divididos como estamos, nos es muy difícil reconocernos como hermanos que comparten, aunque a veces no queramos aceptarlo, un mismo destino.
“Resucitar” es entre otras cosas literalmente “restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo”. Es eso lo que considero indispensable. Nuestra nación se agota, desde las ruinas de la inseguridad, de la escasez, de la inflación y de otros males similares en las que algunos nos mantienen; en rencillas y polarizaciones, en rabias, afrentas y desconfianzas muy difíciles de superar, máxime cuando nuestros liderazgos muchas veces se nutren de ellas para obtener dudosas ventajas electorales, y nuestros empeños personales han de limitarse a garantizarnos una muy dura subsistencia, una muy dura brega por llevar el pan a la mesa, todo lo cual nos hace perder de vista cualquier indispensable consideración que vaya más allá de lo inmediato, del corto plazo o de las vicisitudes que nos imponen el “día a día”.
Hemos de restablecer nuestra institucionalidad democrática. En nuestra nación, lamentablemente, a los símbolos y órganos de la autoridad, que por cierto más deberían serlo de servicio público que de otra cosa, no se les respeta; por el contrario se les teme. Temer no es lo mismo que respetar. Sólo algunas dependencias oficiales, muy pocas, se mantienen al margen de estos cuestionamientos, y funcionan sobre todo porque así conviene al poder, con relativa normalidad.
No ocurre lo mismo por ejemplo, con el sistema de justicia, con la FAN, con nuestras prisiones, con la Contraloría, la Defensoría del Pueblo, con la Fiscalía, con los ministerios, ni siquiera con la presidencia. Casi todas las instituciones públicas, que se supone que están allí para todos y para cumplir sin sesgos partidistas funciones muy precisas que están definidas en nuestra Carta Magna y en la ley, han perdido su esencia y no son más que armas de las ansias desmedidas de poder, de quienes no dudan en servirse de ellas a placer para mantener su hegemonía, sin hacer más consideraciones, que las que le sirvan para el logro de sus egoístas objetivos coyunturales.
El restablecimiento de dicha institucionalidad democrática, de cara a una mejor y más sana vinculación del poder con la ciudadanía, en la que el acatamiento por sumisión y miedo sea sustituido por un verdadero respeto hacia el servicio público en general, pasa necesariamente por varias renovaciones. La primera tiene que ver con la mentalidad de nuestros liderazgos, militen en las filas en las que militen. A muchos les cuesta verlo, pero los venezolanos estamos cansados de sujetos que creen que por haber alcanzado una posición de autoridad, en cualquiera que sea el desempeño público de que se trate, son “más” que quienes les han elegido o designado, y pueden en consecuencia abusar de sus cargos y hacer lo que les venga en gana. No es lo mismo asumirse como una “autoridad”, que por su naturaleza al menos en las democracias que funcionan, es pasajera y coyuntural, que asumir cualquier cargo comprendiendo que al final no se está allí para colmar aspiraciones netamente personales, sino para servir a los demás.
El que se cree “autoridad” no presta servicios, sólo da lo que le conviene dar cuando ello sirve a su propio interés, mientras que el que sabe servidor público comprende que sólo a través de lo que entrega y de lo que logra para los otros, es que alcanza su verdadera grandeza. De las cenizas de esta muy estólida mentalidad debe renacer una nueva casta de funcionarios públicos, gerentes de lo que a todos nos sirve, nos afecta y nos interesa; una que dejando de lado la soberbia y las infatuaciones entienda que cuando se respeta de verdad al pueblo, se baila al ritmo que imponga la ciudadanía, que no al que muchas veces a destiempo y desafinado, se quiere imponer a trancas y barrancas, usando las herramientas del miedo, desde el egoísmo y desde las singulares apetencias personales, contra todos los demás.
Si los liderazgos que ahora tenemos no se asumen entonces como servidores de los demás, pues es menester renovarlos, abriéndole las puertas y dándole oportunidades a otros, a quienes sí aceptan que la verdadera trascendencia no está en la acumulación de glorias privadas, de rentas mal habidas o de adulancias escuetas, sino en el compromiso y en el trabajo constante a favor de aquellos que les encargan de la conducción de sus destinos.
Debemos esforzarnos en “dar un nuevo ser” a nuestra nación, lo que necesariamente implica dárnoslo a nosotros mismos. La Resurrección colectiva, la Resurrección de nuestra nación, pasa necesariamente por una más íntima y personal. La polarización nos ha hecho víctimas ya de una muerte simbólica: La de nuestra hermandad, la de nuestra identidad, la de un gentilicio que se regalaba afinidad y que gozaba en vincularse desde lo que nos unía, que no en distanciarse desde lo que nos hacía diferentes o hasta opuestos. Para que nuestra Patria sea diferente, para que no haya más temas “proscritos” en nuestras reuniones familiares o entre amigos sólo porque quienes las comparten tienen ideas distintas, para que dejemos de ver al que no cree en lo mismo en que creemos nosotros como un ser disminuido e incluso digno de odios, debemos repensar nuestras maneras, y darnos cuenta de que en éstas hay mucho, demasiado quizás, de suspicacias y rencores, que no nos son propios, sino que nos han sido impuestos desde la referencia continua a antivalores, entre ellos la intolerancia, que se nos vomitan encima a cada paso que damos desde una casta política, que hecha del poder, no entendió jamás que no se puede salvar una nación escuchando sólo a quienes les cantan loas y se les someten.
Esa es la resurrección necesaria, sobre la que les invito a reflexionar el día de hoy.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome