Nada de consultas comunitarias. Nada de «poder popular». Nada de voluntad del soberano. Y ni siquiera una mini-convención del Psuv, como para guardar ciertas apariencias
Fernando Luis Egaña
Una satrapía, bien se sabe, es un despotismo habilidoso. Despotismo porque se ejerce el poder de manera autoritaria y arbitraria. Habilidoso porque se puede enfundar en un ropaje democrático, como las neo-dictaduras del siglo XXI, o porque se recubre de un discurso y un proceder “revolucionario” que las legítima en los ámbitos del radicalismo ideológico. O por una combinación de ambos factores.
La primera satrapía hereditaria del presente siglo ha sido la «revolución cubana». Fidel le traspasó el mando a su hermano Raúl, y el régimen castrista ha seguido cumpliendo años de aprisionamiento del pueblo cubano. Y la sucesión hereditaria no se ha quedado allí, porque la extendida familia de los Castro Ruz tiene colonizada a las estructuras del Estado, con provecho muy ventajoso del erario público.
Otra satrapía que se está convirtiendo en hereditaria es la llamada «revolución bolivariana» o «bolivarista» como prefiero denominarla. En el supuesto santuario de la «democracia participativa», el señor Chávez resolvió que su sucesor sería Nicolás Maduro –de seguro que con la validación o hasta indicación de los Castro– y luego lo participó al conjunto de los venezolanos, con especial preferencia a sus seguidores, y de entro de ellos a los aspirantes a sucederle.
Nada de consultas comunitarias. Nada de «poder popular». Nada de voluntad del soberano. Y ni siquiera una mini-convención del Psuv, como para guardar ciertas apariencias. Nada de nada. Y por si fuera poco, también resolvió que el segundo de Maduro fuera su yerno, Jorge Arreaza, quien como Vicepresidente queda en la primera posición sucesoral después de Maduro.
Y semejantes regresiones políticas se derivan de la concentración despótica del poder. Si éste no estuviera hiper-personalizado en las referidas satrapías no podría ser transmitido de forma hereditaria, bien a parientes cercanos, o a personeros escogidos a dedo e impuestos sin derecho a pataleo. Y a pesar de tantas evidencias sobre la verdadera naturaleza de estos regímenes, todavía abundan los que no pierden ocasión en salir en su defensa y ponderar sus pretendidas bondades políticas y sociales.
Acaso menos en cuanto a la Cuba castrista pero en cambio bastante en relación con la Venezuela bolivarista. Pocos asuntos hacen más daño a las posibilidades de un futuro democrático para Venezuela, que las loas a la gobernanza chavista y la repetición a-crítica de sus consignas publicitarias, sobre todo por medios independientes que se convierten, así, en una suerte de “transmisores poseídos”, como diría el gran periodista y lingüista Álex Grijelmo.
El que las satrapías se feliciten ni asombra ni convence. Pero que las satrapías sean felicitadas por personajes de la política, economía o la cultura, provenientes de ámbitos propios de la democracia, es una tragedia y por partida doble: significa que las satrapías hereditarias se están saliendo con la suya en sus campañas de propaganda, monetizadas o no; y también significa que se empina la cuesta para quienes luchan por superarlas y abrir caminos a la reconstrucción del pluralismo, la convivencia y el desarrollo.