El Reino Unido no tiene ningún incentivo, positivo o negativo, para sentarse a negociar con Argentina, y mucho menos para ceder unilateralmente el control total o parcial de la los territorios que Buenos Aires reclama
La semana pasada se cumplieron 31 años del inicio de la Guerra de las Malvinas. Gracias a la amable invitación del Municipio de Río Grande de Provincia de Tierra del Fuego, Argentina, tuve la oportunidad de vivir la «Vigilia por Malvinas» que cada año organizan los excombatientes. Río Grande fue la base principaldes de donde se lanzaron las principales misiones anfibias y aéreas hacia las islas. Frente a la playa, en un monumento dedicado a los caídos, y castigado por el gélido viento de la parte más austral del Atlántico sur, pude presenciar la emotividad con la que una generación después se sigue viviendo la profunda herida en el sentimiento nacional, y en el orgullo de los combatientes de Malvinas.
La experiencia me hizo constatar un fenómeno en dos tiempos: el primero, la guerra, como trauma, no ha sido superada por aquellos argentinos que la vivieron de cerca; el segundo, la emotividad que el trauma genera ha desarrollado un sentimiento generalizado a partir de cual se asume que las islas Malvinas, Georgias, Sándwich del Sur y los territorios antárticos, junto con los derechos marítimos que todos ellos suponen, deben ser recuperados en su totalidad por Argentina, y que obtener algo menos sería aceptar la humillante usurpación británica. Bien sea por genuina (e inocente) convicción, por manipulación propagandística, o por la autocensura que impone el deber ser del nacionalismo, en la opinión pública general de los argentinos se ha instalado una lógica binaria con respecto a las Malvinas (y demás territorios), siendo un asunto de todo o nada. Esta visión suma-cero, por cualquiera de las tres razones mencionadas, lejos de permitir el surgimiento de una estrategia que logre acoplar medios y fines de un modo realista, crea un bloqueo en la creatividad política argentina.
El Reino Unido no tiene ningún incentivo, positivo o negativo, para sentarse a negociar con Argentina, y mucho menos para ceder unilateralmente el control total o parcial de la los territorios que Buenos Aires reclama. Llevar a Londres a considerar un acuerdo negociado pasa por aceptar cuatro hechos: 1) Argentina no podrá acudir al uso de la fuerza directa sin correr el riesgo de deslegitimar su reclamo ante el orden internacional, y de volver a encarar la derrota.
Esto sería equivalente a volver a 1982; 2) Los argentinos deben entender que el reclamo total que realizan podría ser un útil instrumento de regateo si tuviesen la capacidad de obligar a los británicos a sentarse a negociar. Pero en las condiciones actuales tal reclamo es tan desmesurado como inútil; 3) El Reino Unido, así como Francia, experimenta el temor a la irrelevancia en un sistema multipolar en pleno auge de potencias alternativas. Ceder en las actuales condiciones es exigirle demasiado al orgullo y el interés geopolítico británico; y 4) Sin una agregación significativa de poder percibido a través de alianzas y compromisos internacionales, Argentina no podrá llevar al Reino Unido al terreno de la negociación. El caso Malvinas es una de las más importantes oportunidades latinoamericanas para rescatar lecciones de realismo político.
Víctor M. Mijares