Y mientras Nicolás Maduro hace y deshace para darle un manto de legitimidad a su precaria posición, y mientras Henrique Capriles aboga por el conteo de todos los votos como medio principal para superar la grave coyuntura
Fernando Luis Egaña
Venezuela ha entrado en una etapa más aguda de su profunda y extendida crisis político-económica, luego de la jornada electoral del 14-A, en la que el Estado bolivarista culminó la perpetración una verdadera masacre electoral para tratar de asegurar el continuismo de la llamada «revolución».
Por lo menos la mitad del país está indignada por los atropellos cometidos para condicionar la voluntad popular, es decir para defraudarla, y la otra mitad tampoco se encuentra en ánimo celebratorio, porque siente que la crisis nacional pica y se extiende, y con ella se erosiona la fuerza social del oficialismo.
Y mientras Nicolás Maduro hace y deshace para darle un manto de legitimidad a su precaria posición, y mientras Henrique Capriles aboga por el conteo de todos los votos como medio principal para superar la grave coyuntura, una gran parte de los gobiernos de América Latina aplaude con entusiasmo los resultados anunciados por el CNE, al tiempo que otra parte prefiere desentenderse del asunto y evitar así el meterse en problemas con los jerarcas del petro-estado venezolano.
Esa es la triste realidad. No compartida, debe señalarse, por sectores políticos, sociales, económicos y opináticos de importancia en la mayoría de los países del vecindario, pero sí, por acción u omisión, en la generalidad de los palacios de gobierno y cancillerías de la región.
Hasta el presente, todavía se está esperando un pronunciamiento público que, sin dejar de ser diplomático, también aluda a los derechos electorales del pueblo venezolano. Pero nada. Y ahora con la anuncio del largo proceso de auditorias al conjunto restante de las mesas, de seguro que se encontrará la excusa perfecta para seguir evadiendo el tema de fondo: el condicionamiento ilegítimo de resultados que, por cierto, es muy difícil de detectar en el tipo de auditoria convenida.
En este sentido, ¿será que tienen que meter preso a Henrique Capriles y a otros, para que estos gobiernos al menos levanten la ceja de la preocupación por la crisis venezolana? Y no estamos hablando, desde luego, de los lobbystas tipo Cristina Kirchner, o de los clientes tipo Daniel Ortega o Evo Morales. Nada que ver. Esos felices con los escrutinios del CNE.
Nos referimos a los gobiernos plenamente democráticos en lo interno, pero que en el departamento de la política exterior difuminan el compromiso con la democracia. Y también el de gratitud por la activa solidaridad de la Venezuela democrática en aquellas épocas de dictaduras militares, tanto de derecha como de izquierda. No es grato reconocerlo, pero el grueso de los políticos latinoamericanos le ha dado la espalda a las aspiraciones democráticas de nuestra nación.
La crisis venezolana de legitimidad y gobernabilidad debería tener mayores repercusiones en el mundo oficial de América Latina, porque el agravamiento de la situación en el país no está desconectado de la pacificación colombiana, o del rumbo del «grupo Alba», o del destino de Cuba, o del salvamento económico-energético de medio Caribe, o de tantos otros temas de la actualidad y del futuro inmediato de esta parte del mundo.
Venezuela merece una atención mayor y mejor de las democracias del continente. Pero el que la merezca no significa que la reciba.