Todo sucedió en una de las haciendas productoras de caña de azúcar, situada en el valle de Guatire y Guarenas. Una de las esclavas, identificada como María Ignacia, residenciada en uno de los tantos miserables caneyes existente en la posesión, después de solicitar la ayuda del brujo y del yerbatero del sector, para que le devolvieran la salud a una de sus hijas y, al ver que nada surtía los efectos deseados, se dirigió a la imagen de San Pedro colocada en la casona del dueño explotador, en solicitud de ayuda. Cuenta la leyenda que las súplicas fueron escuchadas, salvándose la criatura, conocida como Rosa Ignacia. La madre había prometido que, de hacerse realidad las súplicas, ella le rendiría homenaje al Santo todos los días 29 de junio. Promesa que cumplió con religiosidad al lado de los suyos hasta el día, cuando muy enferma y, al borde de la muerte, le pidió a su marido, esclavo como ella, que no dejara de cumplirle a San Pedro. El hombre se vistió como su compañera, quien para el momento de su fallecimiento se encontraba embarazada. Simuló la preñez y así salió a cantar y bailar en honor a sagrada imagen, llevando entre sus brazos a Rosa Ignacia y, a sus lados, a otros de sus hijos. El primer escenario de esta manifestación pudo haber sido el patio de la posesión. Sin duda aquello llamó poderosamente la atención del propietario de la finca, de sus familiares, vecinos y amigos.
A medida que corrían los años se iban anexando más esclavos, aprovechando el día dedicado a San Pedro, quienes entre coplas, música, cotizas y, mostrando sus raídos trajes, acompañaban al hombre que le había dado su palabra a María Ignacia que no dejaría de pagar lo por ella prometido. Un día, no fijado en ningún documento colonial, los hombres, trajeados con usadas indumentarias regaladas por el señor esclavista, salieron de la hacienda y, entre danza y versos, siempre guiados por María Ignacia, personificada por un hombre, llegaron hasta el pequeño pueblo edificado en la parte más alta del lugar, donde ya existía una ermita, con la intención de rendirle culto al Santo. Allí escenificaron lo que por años venían haciendo en la hacienda cercana. Se cuenta que al pequeño pueblo llegaron mostrando unos deteriorados sombreros, conocidos como pumpás y unas desteñidas levitas. La pantomima no se hizo esperar. Con los pies descalzos y con trozos de cueros en ellos adheridos, danzaban y zapateaban levantando una gran polvareda alrededor de ellos. El baile se consolidó. Al declararse la libertad de los esclavos, las peonadas siguieron la tradición, la cual sería conocida como Parranda de San Pedro.
En nuestros días a esa manifestación religiosa y popular, desprendida desde la Colonia, cuando Guatire y Guarenas se encontraban rodeadas de trapiches, sembradíos de caña dulce y surcada por caminos por donde se desplazaban lentas yuntas de bueyes transportando el dulce tallo, se mantiene vigente después de haber sorteado una serie de dificultades, entre ellas la gesta de independencia, la guerra federal y los encuentros armados de las montoneras. Gracias, primero a los esclavos negros y, más tarde a los labriegos, la Parranda de San Pedro se ha convertido en una referencia de primera en el campo de la cultura popular de nuestro país. Hoy, a través de esta crónica, recordaremos a una serie de parranderos de Santa Cruz de Pacairigua y Guatire que, gracias a su constancia, hicieron posible el milagro de mantener, calle arriba y calle abajo, la Parranda de San Pedro, la que, al son de los cuatros, las maracas, las coplas y el zapateo con cotizas y mostrando sus pumpás, levitas, pantalones negros, pañuelos rojos y amarillos, alpargatas, le rinde tributo al Santo que hizo el milagro a María Ignacia. San Pedro hizo el milagro, no solo a María Ignacia, sino también que, gracias a ese lejano pedimento, en nuestros días disfrutemos de tan maravillosa expresión cultural, identificación de un pueblo ante el mundo. Pasaremos a dejarles algunos de los que, en Guatire y Guarenas, se empinaron por encima de las dificultades para que la esa herencia cultural no se perdiera.
“Baila, baila María Ignacia
Que te quiero ver bailar,
Baila, baila María Ignacia
Baila, baila sin cesar”.
En Santa Cruz de Pacairigua se alzaron como pilares de la Parranda de San Pedro, contribuyendo a que ese legado colonial no se perdiera, hombres de las dimensiones de Martín Rosas, Ernesto “Machetón” Monasterio, José del Carmen Blanco, Jesús María “El negro” Tachón, Aureliano y Valentín Machado, Pedro Tomás “Kiká” Istúriz, Segundo y Juan Berroterán, Augusto Chacoa, Alberto Istúriz, Eladio Arteaga, Rufino “Rufinito” González, José Luis León, Carmen Blanco, Justo “Pico” Tovar, Celestino Alzur, Emilio Cañongo, Balbino Muñoz, Celestino Alzur, Lucas Mijares, Guillermo Silva, Pedro “Pedrito” Flores, Dionisio Rosas, Pedro Almeida, Manuel Ángel “Rojita” Rojas, Ángel Antonio “El Negro” Plaza, Pedro “Pepe” Muñoz, Joaquín Caldera, Eleazar Felipe Muñoz, Juan Segovia, entre muchos otros que sería largo enumerar aquí. La Parranda de San Pedro continúa y con ella, inspirada en las figuras antes nombradas, las nuevas promociones de sampedreños continúan transitando los caminos abiertos por María Ignacia en los negros días de la Colonia.
“De los cantadores de San Pedro,
No conozco sino a dos,
“El negro” Monasterio
Y “Pico” que se murió”.
En Guarenas, población protegida por la Virgen de Copacabana, se recuerdan los nombres de parranderos de los quilates de Juan “Marielías” Aponte, Norberto Blanco, Antonio María Núñez, Manuel Antonio Muro, Magdaleno Orta, Leoncio Campos, Félix A. López, Pedro E. Arocha, Víctor Hernández, Pablo Gutiérrez, Pedro R. Silva, Ladislao Blanco, Luís Ávila, Pedro Torres, al lado de otros recordados hijos de la capital del municipio Plaza.
“Pégale Pedro, pégale Juan,
Pégale Pedro, pégale Juan
Ponte palante, ponte patrás”.
Jesús María Sánchez
Sanchezjesusmaria@hotmail.com