Durante mi infancia solía devorar libros de cuentos; y así me hice amigo de los hermanos Grinn, hasta ubicarlos entre mis favoritos junto a los clásicos rusos de Charles Perrault. Más tarde llegaría a mis manos una selección de obras de Oscar Wilde, de cuyos trabajos, uno me cautivó de forma especial: el “Príncipe feliz”.
El hombrecillo de la realeza, de Wilde, tenía la particularidad de ser feliz porque vivía en un palacio, cuyos muros eran tan altos que le impedían ver la pobreza oculta tras ellos.
En la conmovedora historia, el príncipe rompe esos muros y siendo rico se hace pobre, hasta con su pobreza enriquecer a su pueblo dándole lo único con valor que le quedaba: su corazón.
Hace poco, Benedicto XVI nos regalaba en su best seller “Jesús de Nazaret”, una explicación de cómo la segunda Persona de la Santísima Trinidad se “abaja” hasta nuestra pobreza espiritual, para elevarnos desde allí hasta la riqueza que en su reino de amor se puede alcanzar, una vez resucitamos a una vida definitivamente mejor.
La clave, en ambas historias -el cuento de Wilde y la teología del Papa emérito- es, sin duda, el amor… Un amor que aún hoy es como grito que clama a los oídos sordos de una sociedad que levantó muros donde antes había libertad.
En cada uno de nuestros pueblos hay casonas que hacen las veces de refugios de silencio. Pero cuando nos adentramos en ellas, tan rodeadas de altas paredes y tupida vegetación, descubrimos con tristeza que en realidad se trata de “cárceles”.
Así resuelven estas grises generaciones “modernas” el estorbo de sus ancianos: los encierran en geriátricos suficientemente aislados para que los gritos de los abuelos no les alcancen, no sea que eso llamado conciencia les reclame un poco de atención hacia lo más preciado de una sociedad: sus mayores.
Allá, en el curioso lugar, se escuchan los gritos de Nina y Ana Luisa… Y cada llanto –a veces silente- es una enseñanza… Y más que eso: una oración.
Nina es una de las cien. Así le llaman, aunque nadie sabe a ciencia cierta si es ése su nombre. Ella -como tantos- sufre de esquizofrenia, paranoia y demencia senil. Pero no hace falta ser especialista para comprender lo que le ocurre, y lo que siente.
A un anciano abandonado, a un niño autista, o a un pobre de cariño, no hace falta aislarlo, porque su amistad no nos contamina, sino que nos salva; con ella no se muere la gente, sino que ¡despierta!
A un esquizofrénico hay dos formas de “controlarlo”; una es sedándolo con drogas para que “descanse”, otra es abrazarlo. Porque, ellos son como niños pequeños tras una pesadilla… Ambos, en efecto, creen ver fantasmas.
Ven cosas que nosotros no podemos observar. Escuchan ruidos que nuestros oídos desconocen. Perciben sensaciones que nos resultan ajenas. Su cerebro y su corazón, tan complejos, nos retan a comprenderles a través del lenguaje que rompe barreras: el amor.
Así, descubrimos que:
Nina grita, cuando tiene miedo.
Nina grita, cuando siente frío.
Nina grita, cuando se siente sola.
Nina grita… ¡Porque no sabe expresarse de otra manera!
Nina grita, porque siente dolor.
Quiera Dios que cuando Nina tenga hambre, sed, frío, calor o miedo de nuevo, nos encuentre listos para darle un abrazo; esa es una medicina gratis que Dios ama, un remedio simple que no exige divisas, una compañía que se vuelve oración.
Ojalá que los gritos de Nina y Ana Luisa nos despierten del encanto profundo en que sucumbimos como el ciego Príncipe feliz; entonces sabremos derribar los muros que nos separan de este noble tesoro que son nuestros preciosos abuelos.
Carlos Zapata
Twitter: @zapatacar