El señor está delante de mí en la cola del supermercado. Va con su hijo, un pequeñito de unos siete años, que corretea con sorprendente y juguetona agilidad en el reducido espacio que está entre la banda en la que su padre va colocando sus compras y la siguiente caja. Me sorprende que el caballero no descargue todo de una vez, para así sacar de una vez de la fila su carrito metálico y agilizar la cola (todos estamos un poco impacientes, y nos miramos con el recelo al que estos tiempos aciagos nos están mal acostumbrando) pues la banda transportadora avanza, y le va dejando suficiente espacio para hacerlo. El señor va sacando las mercancías que había buscado antes dejando que la cajera las vaya pasando, una a una, por el lector laser que consecuentemente va registrando con lentitud exasperante el precio y las cantidades de los productos. Primero un par de cartones de leche, después los huevos y las verduras, luego la carne y el pollo, también pasó un kilo de café de una marca que yo jamás había visto, y al final un litro de aceite, que genera en la señora que está detrás de mí una particular ansiedad. “¿Dónde consiguió el aceite maestro?” -le pregunta la dama al caballero sin más protocolo que el que es común en quienes saben que están en pleno ejercicio de supervivencia y que no hay espacio para sutilezas- a lo que el sujeto le responde que era el último frasco que estaba en el pasillo número cuatro. La señora frunce el ceño y calla. Se nota que se debate entre dejar la cola a ver si tiene suerte en el pasillo número cuatro, o quedarse allí esperando.
Él sigue sacando entonces su compra, paso a paso, poco a poco, con la mirada clavada en la pantalla de la caja registradora, midiendo, contando, calculando. En un momento, el niñito tomó de un anaquel cercano unas galletas de chocolate y las colocó sin decirle nada a su papá sobre la banda transportadora, pero éstas no duraron mucho tiempo allí. El papá lo regaña, con rabia exagerada, devolviendo las galletas a su sitio y diciéndole que no les va a alcanzar la plata para eso. Le faltó explicarle, eso lo teníamos todos claro, que la causa real de su enfado no estaba en las galletas, sino en el hecho de que justo después de pasar aquel frasco de aceite, el “monto acumulado” ya había alcanzado el límite que de lo que el señor podría gastar en esa compra. Mirando con tristeza el carrito, que quedó atiborrado de viandas que no pudo pagar, le pidió entonces a la cajera que totalizara la compra y canceló con unos billetes arrugados que le entregó a la dependiente con evidente resignación.
El señor estaba avergonzado, se le notaba en la evasiva mirada y en su expresión parca, pero mientras se iba de allí con sus bolsas a medio llenar no pude discernir qué era lo que más le había dolido: Que su dinero no le hubiera alcanzado para comprar todo lo que necesitaba, o que su hijo le mirase frustrado con la inocente tristeza del que no comprende cómo es que ahora su papá no puede comprarle esas galletas que tanto le gustan.
“Bienandros” la dejan
sin ilusión y quincena
La joven se montó en el carrito por puesto y se sentó en una de las butacas más cercanas a la salida. Estaba contenta, pues acababa de cobrar su quincena, y por fin iba a poder comprarle a su hija los ganchitos de “Dora la exploradora” que tanto le ha pedido en estos días. Había pasado antes por un cajero electrónico, sacando casi todo el producto de su trabajo para hacer el regalo y para pasar el fin de semana en relativa calma. Pensaba aprovechar también para llevar a su chiquita al Parque del Este al día siguiente, y eso iba a significarle algunos gastos, que aunque no serían muchos, sí suponían un exceso dentro de su regular austeridad, pero el destino le tenía deparada una sorpresa: A los pocos minutos dos sujetos con mala cara se montaron en la buseta, y sacando sendas pistolas, les pidieron con voz gélida a todos los presentes que mantuvieran la calma, pero que necesitaban a modo de “colaboración voluntaria” que les entregaran sus celulares, carteras, relojes y todo el dinero que llevasen encima. Del tiro, a la joven, se le salieron las lágrimas, no sólo por miedo sino además de indignación. Era ya la tercera vez que le ocurría algo similar. Pasó el trance y sólo cuando la joven llegó a su destino, se percató de que no sólo ya no podría llamar a su novio para que la acompañara a pie hasta su casa, sino además de que ya no tenía ni para pagar el pasaje. Los “bienandros” se habían llevado su celular y su quincena, y para más rabia tenía que agradecerles que no hubieran decidido también llevarse su vida. El conductor fue comprensivo con ella, ya le cobraría después, pero la vergüenza que la joven sentía tardaría varios días en pasársele. La ira y la impotencia, sin embargo, permanecen.
Cuando a la madre le
toca enterrar a su hijo
La señora acababa de terminar la limpieza de su casa, y esperaba con ansias la llegada de su hijo, que esa tarde la había dejado después del almuerzo para irse a trabajar. Estaba orgullosa de su muchacho, su único hijo, al que había sacado adelante ella sola, luego de que su marido la había abandonado para irse a Colombia con otra mujer de la que ni el nombre sabía. Justo se sentaba en su butaca favorita, cuando los gritos destemplados de una vecina la hicieron saltar hasta la puerta de su modesta casita: ¡Te lo mataron manita! –le dijo entre lágrimas la vecina- ¡Te lo mataron!… La señora corrió calle abajo y su peor pesadilla, convertida en un cuerpo tendido y ensangrentado, se hizo realidad. “Aparentemente fue un ajuste de cuentas” –le dijo apresurado y equivocado un funcionario- y la señora sencillamente se desmayó. Tardaría varios días en retirar el cuerpo de su hijo de la morgue, que estaba abarrotada de madres y padres que como ella, lo habían perdido todo de un fogonazo. Mientras estaba allí, esperando, pensaba y sentía que no hay dolor, ni furia, que se comparen con las de los padres y madres que a manos del hampa ven morir a sus hijos, todos los días y sin tregua.
“Revolución bonita”…
¿hasta cuando?
A pocos días de todos estos eventos, más o menos a mediodía y como ya es costumbre, la radio y la televisión transmiten en cadena nacional un mensaje del gobierno. Recuerda el poder a Chávez y celebra su “legado”, o nos muestra pomposo cómo Maduro se gasta lo que no tenemos en proyectos inútiles que sólo benefician a los zamuros internacionales que están haciendo su agosto con los restos de nuestras otrora cuantiosas riquezas. El señor, la joven y la señora escuchan y observan, y se preguntan en qué país viven quienes siguen empeñados en hacernos creer que todo está bien, y que esta sigue siendo la “revolución bonita”. Mientras tanto, estos pesares que ya son cotidianos, las frustraciones, la rabia y el descontento en el pueblo, se acumulan. Un día de estos, un día cualquiera, esos corceles espoleados por la desidia y la ceguera de quienes no velan sino por sí mismos y por sus cuotas de poder, se van a desbocar, indómitos e indetenibles… El que tenga ojos, que vea.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome