La Democracia Participativa —sistema de gobierno promovido por el chavismo y que en América Latina ha establecido sus cabeceras de playa en Venezuela, Ecuador y Bolivia— descansa sobre el concepto de que las constituciones, con sus incómodas restricciones institucionales, deben ser modificadas o ignoradas sí estas colocan límites a la denominada “Revolución Popular”.
Es una ideología que calza como anillo al dedo a las aspiraciones de permanencia indefinida en el poder del caudillismo latinoamericano y que suele dejar de lado conceptos democráticos básicos como la separación de poderes y la protección de las minorías para instaurar un régimen en permanente estado de transformación que atienda los anhelos de la mayoría.
“Esto es revolucionario. Es el pueblo en la calle. Es la Revolución Francesa”, sintetizó Guillermo Lousteau Heguy, presidente del Interamerican Institute for Democracy, quien ha estado analizando detenidamente las corrientes de pensamiento detrás del Socialismo del Siglo XXI.
Es la revolución en la calle porque en esencia es un movimiento anticonstitucionalista. Es decir, pretende instaurar un modelo donde las reglas de juego están en permanente evolución para amoldarse a los cambiantes deseos y requerimientos de la mayoría.
Esta revolución está siendo acompañada por la narrativa de que las instituciones democráticas planteadas bajo el modelo de Democracia Representativa originado en Estados Unidos y replicado en América Latina han sido secuestrados por las élites para subyugar al resto de la población, explicó Lousteau.
Según el profesor, existe alguna validez en esta queja. En particular, cuando se analizan las estrechas vinculaciones entre el dinero y el ejercicio de la política.
Pero el remedio recetado por los arquitectos del Socialismo del Siglo XXI, que ha quedado plasmado en el denominado Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano, no es otra cosa que un replanteamiento de los anárquicos conceptos esgrimidos durante la Revolución Francesa.
Es un peligroso camino que en el caso de Francia tuvo un desenlace muy malo.
“La Revolución Francesa tiene una gran fama, tiene una gran aureola, todo el mundo habla la Revolución Francesa. Pero fue un enorme fracaso. Duró pocos meses y terminó en Napoleón, terminó en el terror, y no dio resultados”, comentó Lousteau.
“El problema de la Revolución Francesa fue precisamente creer que no había límites al poder popular, y que en consecuencia, la revolución era permanente, por eso fue cambiando y por eso se cayeron todas las revoluciones”, agregó.
En contraste, la Revolución Americana, que sí le puso limites a las mayorías, lleva más de 200 años en ejercicio ininterrumpido, en lo que es visto como uno de los experimentos políticos más exitosos de la humanidad, aunque no ha estado exento de fallas y problemas.
LIMITES CONSTITUCIONALES
Estos límites, establecidos en la Constitución, son ejecutados a través de la separación de poderes y, en especial, a través del concepto estadounidense del Judicial Review (o Revisión Judicial), en el que nueve magistrados no colocados en sus cargos por voto popular tienen el poder de decirles a los representantes del pueblo, electos popularmente al Congreso: “esto que ustedes proponen no puede hacerse porque es inconstitucional”.