«Nos encontramos muy contentos y orgullosos de los resultados que se obtuvieron en este periodo de vacaciones», declaró hace una semana Luis Graterol, director del aeropuerto internacional de Maiquetía, que sirve de puerta de Caracas. El funcionario tenía un anuncio que hacer: por la terminal aérea se habían movilizado un 7% más de pasajeros que el verano anterior.
Pero tal vez se apresuró en atribuir ese éxito a un motivo postizo: «Esto dice mucho de las políticas en materia turística que viene desarrollando el Gobierno revolucionario y del verdadero poder adquisitivo de los venezolanos».
El origen del boom tiene otro propósito y no es precisamente turístico. Se lo ha bautizado a media voz con el nombre de «raspar la tarjeta». La clase media venezolana, compuesta por viajeros empedernidos y grandes consumidores gracias a la prodigalidad de los ingresos petroleros —ya en los años setenta se ganaron el mote de los «tabarato» en Miami, por sus compras desenfrenadas—, han encontrado la manera de hacer del viaje un negocio en sí mismo —lo que no es igual a un viaje de negocios—, en el marco del régimen cambiario impuesto hace un decenio por el Gobierno chavista y las distorsiones que genera.
El control de cambios vigente desde 2003 reserva al Estado la asignación de cupos anuales de divisas a particulares, que pueden obtenerlas a cambio de bolívares (la moneda local) para ocasiones como estudios en el exterior, remesas a familiares dependientes, o viajes. Ese cupo se otorga como dinero en efectivo o un haber en la cuenta de tarjetas de crédito, autorizado con anterioridad por una oficina gubernamental. El trámite es engorroso y su aprobación nunca está garantizada. Pero algunos avivados se dieron cuenta de que su potencial de negocio hacía que la pena valiera.
Como el diferencial entre la tasa de cambio oficial —hoy de 6,3 bolívares por dólar— y la que rige en el inevitable mercado negro —ahora en torno a los 43 bolívares por dólar— es tan amplia, resultaba rentable viajar por pocos días o, incluso, por horas a destinos internacionales cercanos, como Bogotá, Panamá o las vecinas islas de Aruba o Curaçao, retirar allí en efectivo los dólares asignados a gastos de tarjetas de crédito, y revender las divisas con un gran margen de ganancia, ya de vuelta en Venezuela. De hecho, el viaje salía gratis.
Esas prácticas movieron al Gobierno en 2009 a emitir una providencia por la que establecía cupos diferenciales de acuerdo al destino y duración del viaje: estadías en los lugares más cercanos a Venezuela obtendrían montos menores. Para evitar simulaciones de viaje, los beneficiarios debían mostrar con posterioridad los soportes de los gastos incurridos.
Pero como el agua, el ardid siempre encuentra su cauce. Destinos intermedios como Lima y Quito se han convertido en los más demandados por los viajeros. Un pasaje a Perú ha visto aumentar su precio siete veces este año. Un pasaje a Bogotá, punto de conexión regional que se alcanza en un vuelo de hora y media de duración desde la capital venezolana, cuesta el equivalente a 2.700 dólares. Todavía así, no hay billetes disponibles hasta comienzos de 2014, no sólo para esas rutas, sino hacia destinos más tradicionales como Miami, Buenos Aires o Madrid.
Muchas de las compras en rutas aéreas se hacen efectivas para que los viajeros, sin embargo, no vuelen. De un grupo de cuatro o cinco pasajeros, sólo uno aborda el vuelo; los otros cancelan. El viajero porta las tarjetas de crédito autorizadas de los demás, que usa en lugares prestablecidos de su destino internacional donde, a cambio de una comisión, le entregan las divisas y las facturas que justifican los gastos.
Con tal estratagema, venezolanos comunes y corrientes se aseguran ingresos varias veces superiores a sus entradas regulares. Un espíritu de tahúr invade a la gente que arriba, por las oportunidades que ofrece un sistema de restricciones, al mundo de la especulación cambiaria. «Para nosotros es un momento estelar del negocio», admite a este diario una agente de viajes que pide se mantenga su nombre en reserva.