La felicidad es, ahora, un asunto de Estado en Venezuela. Y, por consiguiente, también un motivo de riñas entre los venezolanos.
Todo comenzó cuando la semana pasada el presidente Nicolás Maduro anunció la creación del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo.
Aunque todavía no se han dado muchos detalles del plan, opositores lo calificaron de «ridículo internacional», de «burla de los venezolanos». Y el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, dijo: «No tiene nada que ver con las familias que tienen que llorar a sus muertos».
Por su parte, el oficialismo se defendió. El lunes, el encargado del proyecto, el exdiputado Rafael Ríos, afirmó que las descalificaciones «demuestran estupidez y mala intención».
Maduro ya había adelantado que el organismo coordinará distintos programas del gobierno, fundamentalmente enfocados en el área social. Y que Ríos tendrá entre sus funciones atender a las personas con discapacidad, a aquellos que viven en las calles, a los ancianos y a los niños.
Pero más allá de los ataques verbales entre los venezolanos a partir de este anuncio, la felicidad es un asunto de Estado en otros países que la han incluido en su agenda de una u otra forma.
Para definir políticas públicas
«Durante los últimos años, la felicidad perdió en la academia sus connotaciones de campo para la autoayuda y la superación, y se ha convertido en una rama de la ciencia política y la economía», le explica a BBC Mundo Ángel Alayón, economista venezolano experto en políticas públicas.
Al fin y al cabo, la felicidad es -para muchos- el único objetivo de la vida.
En 1972, el rey del pequeño país asiático de Bután, Jigme Singye Wangchuck, se inventó el concepto de la Felicidad Nacional Bruta, con el que intentaba basar sus políticas económicas en los valores espirituales del budismo. Y sustituyó el índice del Producto Interno Bruto (PIB).
Con la ayuda de académicos canadienses, Bután diseñó cuatro pilares para garantizar la felicidad de sus habitantes: promocionar el desarrollo sostenible, preservar los valores culturales, conservar la naturaleza y establecer un buen gobierno.
No obstante, el país sigue con profundos problemas de pobreza, falta de educación y desempleo.
Pero 40 años después de la innovación de Singye Wangchuck, algunos gobiernos occidentales desarrollaron encuestas para medir la felicidad según sus propias variables -entre ellas la educación, la salud y los ingresos- y con eso dictar algunas de sus medidas económicas y sociales.
Francia, por ejemplo, con la ayuda de los Premios Nobel Joseph Stiglitz y Amartya Sen diseñó en 2004 un sistema de medición basado en indicadores como poder pagar vacaciones o haber comido lo que se quisiese durante las últimas dos semanas, el cual fue copiado por Reino Unido.
Y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) desarrolló un sistema de 24 indicadores en el que el entrevistado puede escoger su propia definición de felicidad.
Cada vez, pues, se estudia y evalúa más la felicidad y se crean más instituciones en busca de garantizarla. El mismo Stiglitz ha dicho que «ha llegado el momento de cambiar el énfasis de la medición de la producción económica y pasar a medir el bienestar de la gente».
Parte de esta tendencia son los diversos estudios en los que se elaboran listas de los países más felices del mundo.
Uno de ellos es el World Happiness Report, encargado por Naciones Unidas, en el que Suiza, Noruega y Dinamarca figuraron en los tres primeros lugares en 2013. Otro es el Happy Planet Index, de la consultora británica New Economics Foundation, en el que Costa Rica encabeza la clasificación, Colombia está en tercer lugar y Venezuela en el noveno.
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