Francisco Laureana fue abatido por la policía de Argentina cuando se resistió al arresto y sacó un arma de fuego que llevaba escondida en su bolsa
Elegía a sus víctimas entre mujeres que tomaban Sol en las terrazas o que esperaban en estaciones de autobús. Laureana siempre robaba algo a su víctima como un anillo, pulseras, cadenitas… (los cuales nunca vendía) y los guardaba en una bota de su casa para tenerlos como recuerdo
Francisco Laureana es casi un desconocido para la historia del crimen argentino. Nunca fue miembro de la galería siniestra de asesinos gauchos, sólo reservada para unos pocos psicópatas perversos. Probablemente, nunca buscó llegar a ser tristemente célebre, pues no mataba para aparecer en los diarios, lo hacía por placer.
Francisco Antonio Laureana fue un violador y asesino en serie argentino que en el año 1975, durante un lapso de seis meses, violó y asesinó a unas 15 mujeres. Solía matar a casi todas sus víctimas los días miércoles y jueves cerca de las seis de la tarde.
Fue abatido por la policía cuando se resistió al arresto y sacó un arma de fuego que llevaba escondida en su bolsa, iniciando así un tiroteo que duró unas cuadras, hasta que el asesino se escondió en un gallinero donde los agentes lo encontraron, iniciando un nuevo intercambio de balas que culminó con la muerte del criminal.
Aunque fue uno de los asesinos seriales más prolíficos de Argentina, su caso no es muy recordado por la historia de ese país y poco se sabe de él, debido a que nunca pudo dar declaración sobre los motivos que lo impulsaron a convertirse en un pervertido depredador sexual y homicida.
Recordando…
Tras la muerte de Francisco Laureana, la policía reconstruyó los hechos de lo que creen que pudo ser la serie de asesinatos y el perfil psicológico del sujeto. Según estas investigaciones, Laureana, de 35 años, había sido seminarista en la provincia de Corrientes (Argentina) y se cree que allí cometió su primer crimen en un colegio religioso donde habría violado y ahorcado a una religiosa en la escaleras del establecimiento.
Posteriormente, se mudó a San Isidro en Buenos Aires, donde trabajó como artesano vendiendo aros, pulseras y collares. Se casó, tuvo tres hijos y se dice que le gustaba pasar los semáforos en rojo con su carrito marca Fiat. Muchos aseguran que, antes de salir a cometer los crímenes le pedía a su esposa: “No saques a los pibes porque hay muchos degenerados sueltos”.
Para 1975, casi todos los días miércoles y jueves, cerca de las seis de la tarde, desaparecían una mujer o una niña en la ciudad y sus cuerpos sin vida eran encontrados poco tiempo después en terrenos baldíos con signos de haber sido violadas y asesinadas salvajemente. En algunos casos, habían sido estranguladas y en otros, asesinadas con un revolver calibre .32.
Elegía a sus víctimas entre mujeres que tomaban Sol en las terrazas o que esperaban en estaciones de autobús. Laureana siempre robaba algo a su víctima como un anillo, pulseras, cadenitas… (los cuales nunca vendía) y los guardaba en una bota de su casa para tenerlos como recuerdo y en ocasiones regresaba semanas después al mismo lugar para revivir el momento del crimen.
La policía y el experto forense Osvaldo Raffo creyeron que las muertes podrían ser obra de un solo individuo por el modus operandi y que lo más probable es que no se detendrían hasta que el asesino estuviera encarcelado o muerto.
Después de cometer uno de los homicidios, Laureana le disparó a un hombre que lo vio huyendo por los techos de una casa. El hombre resultó ileso y se convirtió en testigo clave para confeccionar una imagen hablada de la posible identidad del sospechoso, la cual empezó a circular por toda la ciudad.
Todo tiene su final…
El 27 de febrero de 1975, Laureana no pudo concretar su último crimen. Una niña lo vio y lo reconoció por el retrato hablado del asesino que estaba colgado en una heladería, así que le contó a su madre, quien disimuló llamar a su marido para dar aviso a las autoridades. Laurena la vio y sonrió para luego retirarse.
La policía lo encontró a pocas cuadras y las características eran similares al retrato hablado que tenían, por lo que se acercaron al sospecho para pedirle que los acompañara para un interrogatorio, pero Laureana sacó de una bolsa que llevaba en el hombro un arma de fuego y empezó a disparar a los oficiales.
Al parecer no estaba dispuesto a pagar por sus crímenes, así que inició un tiroteo en el que recibe un disparo en el hombro y luego escapa malherido. Se esconde de la policía en un gallinero y un perro que cuidaba el lugar lo mordió en el brazo, por lo que sus propios gritos lo delataron y los agentes lo ubicaron fácilmente. No dispuesto a rendirse, vuelve a disparar contra ellos hasta que es abatido.
En el bolso de Laureana encontraron una pistola calibre .765, una Beretta, un revólver .32 y un pistolón calibre .14. En el lugar donde llegó a esconderse, localizaron dos gallinas degolladas. “Su pulsión por matar era tan incontrolable que ni esas pobres gallinitas se salvaron”, aseguró uno de los policías.
Con la muerte de Laureana, la policía nunca pudo conocer sus verdaderos motivos. Como el asesino era un fetichista, muchos crímenes pudieron resolverse al encontrar en las botas de su casa objetos que pertenecían a las víctimas.
“Era un buen padre”
Cuando la esposa de Francisco Laureana se enteró de la vida oculta de su marido, entró en estado de shock. Los policías le mostraron a la mujer el artículo del periódico La Razón, que daba cuenta del tiroteo en el que murió abatido el delincuente y ella sólo atinó a decir: “Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía”
Edda Pujadas
Twitter: @epujadas