Los propietarios de camionetas y automóviles de gran consumo de gasolina en Venezuela pronto tendrán que pagar un poco más para continuar ostentando sus ineficientes monstruos de la década de 1970.
A medida que la crisis económica consume las arcas del gobierno, el presidente Nicolás Maduro puso sobre aviso a los automovilistas y emprendió el desafío de tocar uno de los tabúes más sagrados del país: la gasolina casi gratuita.
Debido a los precios reducidos de los combustibles, los venezolanos nunca han sentido la necesidad de comprar vehículos más pequeños y amigables con el medio ambiente como ha ocurrido con los automovilistas en muchas otras naciones, y han preferido los cacharros de décadas de antigüedad o las camionetas deportivas recientes, que también consumen bastante gasolina.
Los precios de los combustibles permanecen congelados desde hace casi 20 años en las gasolineras venezolanas ante las dudas de los políticos de repetir el error de elevarlos como lo hicieron en 1989, lo que desató disturbios letales.
El fallecido presidente Hugo Chávez alguna vez confesó que le dolía tener que regalar prácticamente el combustible a los dueños de autos de lujo, pero durante sus 14 años como mandatario nunca se atrevió a tocar el subsidio a la gasolina que cada año le cuesta al gobierno el equivalente a 12.500 millones de dólares.
Sin embargo, todas las cosas buenas no duran para siempre. Los automovilistas venezolanos —para quienes la gasolina barata es una especie de derecho de nacimiento y la eficiencia en el consumo de combustible un concepto que sólo se aplica en el extranjero— lo anterior significa que tendrán que pagar más de los cinco centavos de dólar que cuesta el galón (3,8 litros) al tipo de cambio oficial, o menos de un centavo a la tasa de cambio del mercado negro, ampliamente utilizada.
Por ahora, los automovilistas no parecen inmutarse ante la idea de que tendrán que pagar más por la gasolina debido a que se desconoce de cuánto será el alza. Maduro todavía palpa las aguas políticas para ver si los venezolanos están dispuestos a pagar más por llenar los tanques de sus vehículos en momentos en que están agobiados por una inflación de 54%.
El cabildeo para el alza de la gasolina comenzó el día después de la victoria del partido de Maduro en las elecciones para alcaldes del 8 de diciembre cuando el vicepresidente Jorge Arreaza dijo que había llegado la hora de debatir sobre un incremento.
La propuesta adquirió impulso con la declaración de Rafael Ramírez, el ministro del Petróleo, de que tener la gasolina más barata del mundo «no es para nada un tema de orgullo ni satisfacción».
Después, Maduro aseguró la semana pasada que apoyaba un alza gradual mediante un plan progresivo de unos tres años en el que se garantice que ello no impulse la inflación aún más.
«Venezuela, por ser país petrolero, debe tener la ventaja de tener hidrocarburos a precios especiales en relación al mercado internacional; creo que estaríamos de acuerdo todos en eso», dijo el ex conductor de autobús ante los alcaldes el 18 de diciembre.
«Pero tiene que ser una ventaja, no una desventaja, que se nos convierte en una desventaja que tengamos que pagar y la gente dé más propinas que el precio de la gasolina que paga», agregó.
Políticamente es oportuno el momento para un incremento al precio de la gasolina. Al cabo de cuatro elecciones en más de un año, los venezolanos no tienen programado acudir de nuevo a las urnas hasta finales de 2015. Este lapso da a Maduro la inusual oportunidad de impulsar reformas impopulares que a decir de los analistas debieron haberse adoptado hace mucho tiempo.
A la par de una devaluación de la moneda venezolana, el bolívar, la eliminación del subsidio a la gasolina contribuirá a disminuir un déficit fiscal calculado en 11,5% del producto interno bruto, entre los más grandes del mundo.
A diferencia de los automóviles estadounidenses bien conservados de la década de 1950 que transitan por las calles de Cuba, el aliado más firme de Maduro, las bestias gigantes de acero que adoran los venezolanos no tienen nada de majestuoso.
La mayoría de sus vehículos son cacharros, Chargers de Dodge y Malibus de Chevrolet de una era que ya pasó y que muchos estadounidenses preferirían olvidar. Algunos de estos vehículos están sujetos con cuerdas y alambres para que la carrocería no se desarme, y muchas veces se les utiliza como taxis no regulados que sustituyen al transporte público en las grandes ciudades.
Rubén Ruiz, de 47 años, es el orgulloso propietario de un vehículo antiguo: una camioneta Ford LTD de 1975 a la que llama cariñosamente el «espantorrancho», porque le da trabajo e ingreso. Transporta de todo en el vehículo, desde ocho pasajeros a la vez hasta cajas de fruta. Incluso transportó un cadáver alguna vez.
La camioneta fue adquirida nueva durante la cúspide del auge petrolero en el que el país era conocido como la Venezuela Saudita, una época en la que la fortaleza de la moneda local suscitó una fiebre de consumo y un turismo frecuente al extranjero.
Ruiz ha mantenido su cacharro en los auges y crisis petroleras posteriores. La vestidura de terciopelo ya está desgarrada y las puertas de los pasajeros no se pueden abrir desde el interior.
Dice que los vehículos modernos no tienen capacidad para transportar el mismo peso ni el volumen. Como ya recuperó varias veces su inversión inicial gracias al precio barato de la gasolina, dijo que puede gastar fácilmente un poco más para llenar el tanque de su vehículo.
En Venezuela «más gasta uno en caña (bebidas alcohólicas) que en la gasolina», afirmó Ruiz, quien paga seis bolívares para llenar cada dos días el tanque de 60 litros de su camioneta.
Muchos venezolanos parecen también despreocupados ante las perspectivas de un alza en la gasolina.
A pesar del incremento de los problemas económicos y las profundas divisiones políticas en el país, es difícil imaginar que se repitan los saqueos mortales de 1989 cuando el entonces presidente Carlos Andrés Pérez dispuso un aumento de los precios de la gasolina como parte de las medidas de austeridad exigidas por el Fondo Monetario Internacional.
La agitación, en la que perdieron la vida al menos 300 personas, llegó a conocerse como el Caracazo y persiste como un poderoso disuasivo frente a políticas que afecten la economía de la gente.
AP