Quizás era el mes, que nos forzaba a ver las cosas un poco más desde el corazón; o también los muchos informes en sus manos, los que le contaban la verdad cruda y sin sesgos sobre el delicado estado de salud de aquél preso tan incómodo, los que le movían un poco el alma.
Sí, el alma… A veces se nos olvida, pero todos tenemos alma.
El tiempo se agotaba y había decisiones que tomar, todas las cuales traerían consecuencias, en un sentido o en otro. El pueblo seguía dividido. Una mitad del país le seguía, no con la misma pasión y entrega que le había mostrado en vida a su predecesor, pero le apoyaba, al menos “por ahora”. La otra estaba francamente contra él, lo veía con recelo y desconfianza, y a veces hasta con odio. Y ambos bandos, intolerantes entre sí, se habían aislado el uno del otro al punto de haberse convertido en dos lobos inmensos e igualmente feroces que no hacían más que gruñirse y mostrarse los colmillos, atacándose sin cuartel por los despojos que de toda aquella locura iban quedando. Ya no éramos una nación de hermanos.
Todo eso, pese a las apariencias, le afectaba mucho. El destino le había colocado en un lugar en el que ciertamente podía marcar pauta, y trascender, demostrando con gestos de verdadera grandeza que lo que le movía no era la satisfacción de las pasiones de unos pocos, sino cerrar en todos las heridas que las confrontaciones nos habían dejado, para así comenzar a reconstruirnos desde la mutua aceptación y desde la tolerancia. El país no podía manejarse más desde la falsa creencia de que el poder contaba con el irrestricto y mayoritario apoyo, más allá de cualquier duda, del pueblo. La silla, por muchas razones, tenía las patas flojas. Él tenía el poder, pero para mantenerlo debía tender la mano a sus opuestos, que eran una fuerza poderosa, persistente y cada vez más articulada.
Tenía miedo. Al final del día, aún situado en el más alto estrado del poder, incluso allí donde decidía vidas y destinos, era un ser humano como cualquier otro. Todos somos seres humanos, y la finitud es nuestro estigma. Una terrible enfermedad se había llevado este mismo año a quien fuera su guía y su mentor y eso, aunque no se lo reconocería a nadie, le había vuelto sensible a estos temas. Además, la partida definitiva de su preceptor, consignas aparte, le había confirmado que la muerte es verdad irremediable de la que no escapa nadie.
Mientras así pensaba, alguien llamó a la puerta de su despacho. Recordó que había dispuesto esa tarde, para escuchar de nuevo los argumentos de sus dos asesores en contra y a favor de la libertad de aquél preso que tanto le incomodaba. El primero en llegar fue Dionisio Sordo, guerrillero de antaño que había acompañado primero a su mentor desde los comienzos de su lucha, y ahora le ayudaba a él en la toma de estas decisiones cruciales. Era de los que con más vehemencia se oponía a la libertad de cualquiera, que incluso injustamente encarcelado, se hubiese opuesto a su proyecto político.
Dionisio se sentó y sin muchos preámbulos repitió los argumentos que ya él conocía. Según él, el “pueblo” – Dionisio era de los que se negaba a aceptar la verdad de un país completamente dividido en partes igualmente importantes – no aceptaría la “muestra de debilidad” que significaría concederle un indulto o una amnistía a quienes habían “atentado contra la patria”. Un “sector importante” de sus seguidores, se refería por supuesto a la minoría más radical, vería frustradas sus expectativas y dejaría de verle como el “hombre fuerte” de Venezuela.
No sólo se oponía Dionisio a la amnistía general, que hubiese sido el gesto más significativo, por implicar un “olvido” general de las supuestas “afrentas” de los traidores, “contra la patria” y contra la memoria del “Comandante eterno”, sino también al indulto, puesto que todo indulto es un perdón, y según Dionisio, radical como era, a los “apátridas” no se les perdona. Por supuesto nada decía de la otra verdad que era incuestionable: Aún sin amnistías ni indultos, para el caso de todos los que ya habían sido condenados, la misma Constitución bolivariana, y el COPP promulgado antes de morir por el Comandante, permitían la concesión de medidas alternativas al cumplimiento de las penas en prisión, por lo que en buena lid, todos ellos, al menos los que ya habían sido condenados, deberían estar ya al menos en libertad condicionada.
Lo más que se atrevía a decir sobre esta verdad era que aquellos “no merecían beneficios” ya que “se trataba de violadores a los DDHH”, sin reconocer, que así era, que ninguno de ellos había sido enjuiciado o condenado por violar los DDHH de nadie (eso implicaría reconocer la responsabilidad del Estado), sino por supuestos “delitos comunes”.
Dionisio Sordo no tuvo más que decir. Salió entonces y apenas lo hizo llegó a su despacho Apolo Benelo, su otro asesor, el que representaba la otra cara de la moneda. Benelo, aunque le apoyaba de manera irrestricta, pensaba que el país, especialmente aquél que no le seguía y al que le parecía indispensable conquistar también, necesitaba gestos claros que de alguna manera contribuyeran a generar una percepción diferente sobre el mandatario, del que hasta se cuestionaba hasta su legitimidad de origen. Una reciente y pública reunión con algunos dirigentes opositores electos por “los otros”, sugerida por cierto por Benelo, había demostrado que la apertura le ganaba el poder mucho más de lo que le hacía perder.
El gesto mayor, el que definitivamente le daría al mandatario no sólo legitimidad, al menos de desempeño, sino además la aprobación inicial de esa “otra nación” que no creía en él, sería la amnistía general, plena y sin rebusques, pero aún en el caso de que ésta a algunos les pareciese exagerada, contaba el poder con muchas otras herramientas, todas dentro del marco de la legalidad vigente.
Desde indultos puntuales, hasta múltiples medidas humanitarias y alternativas a la prisión que estaban contempladas en las leyes, existían muchos caminos para llegar a los mismos destinos. Benelo insistía en que ceder jamás sería interpretado como una debilidad, sino por el contrario, como una fortaleza. Estaba seguro, y así era, de que al dar ese paso hacia la libertad hasta los más radicales opositores le reconocerían el gesto y sus empeños.
Se fue Benelo y él se quedó a solas con sus reflexiones. La mesa estaba servida y la decisión era sólo suya. Al cabo de unos instantes se dio cuenta de algo que antes no había visto: De su decisión dependían no sólo la libertad del aquél incómodo preso, o la de otros presos políticos, sino también la suya. Era el momento de demostrar que él no era esclavo de la radicalidad y de la ceguera de unos pocos. Él también estaba preso. Sus carceleros eran sus “Dionisios”, sus más cercanos y radicales seguidores, pero tenía el poder para liberarse y para aspirar a esa grandeza que sólo la generosidad y el respeto a los demás, por opuestos que sean, garantizan.
¿Se atrevería?
Gonzalo Himiob Santomé | @himiobsantome