El cardenal, el rabino y el alcalde de Libertador son fascistas, según la pluma o la lengua que se mueva
Elías Pino Iturrieta
¿Es fascista el gobierno venezolano? ¿Son fascistas sus líderes y los voceros del partido oficial? Habitualmente se usan tales vocablos para identificarlos, pero ellos hacen lo mismo con las figuras de la oposición. Los de la MUD son fascistas, dice la gente del oficialismo. Capriles y Aveledo son fascistas, ponen como ejemplo.
El cardenal, el rabino y el alcalde de Libertador son fascistas, según la pluma o la lengua que se mueva. El término se reitera en el Twitter por los partidarios de las dos tendencias y se machaca en las arengas de todos los días, con el objeto de descalificar a los adversarios. Cada conducta de las figuras públicas remite a una denominación de poco uso en el pasado, pero convertida ahora en muletilla. Sin embargo, es bien probable que una calificación que sirve para tanto no sirva para nada.
La facilidad de semejante tipo de generalizaciones, la comodidad que ofrece de evitarse el trabajo de investigar para la determinación de los rasgos de la realidad circundante, no capta la peculiaridad de los objetos que pretende registrar. De allí que no estemos ante un simple asunto de vocabulario, sino ante un problema que impide saber y sentir exactamente dónde estamos parados.
No es un tema que se pueda dilucidar cabalmente en un artículo de prensa, pero permite una aproximación que en esta ocasión se intenta partiendo del reciente caso que tuvo como protagonista a la ministra de Información, doctora Delcy Rodríguez. Tal vez pensando que cumplía su burocrática obligación, la funcionaria divulgó una lista de ciudadanos de la oposición que pasaron las fiestas de fin de año en el extranjero, como si se tratara de una fechoría digna de la vindicta pública.
Que una figura del alto gobierno vigile el itinerario de los gobernados no es suceso reciente, pues de faenas de rastrero fisgoneo para complacencia del jefe se pueden escribir volúmenes en Venezuela casi desde el nacimiento de la república; pero que haga de los periplos un comadreo popular parece un aporte de actualidad, que permite pensar en procedimientos como los usados por los servidores de Hitler cuando vapuleaban la reputación de los particulares para sostén del nacionalsocialismo.
Pero no es un aporte singular de la oscurana de nuestros días, sino la resurrección de actitudes propias de oscuranas anteriores que no guardan relación con el fascismo ni con sistemas parecidos, sino con la vocación de arrodillarse ante un mandón que fue costumbre de empleados y manumisos desde el siglo XIX, o con antiguos alardes de autoridad que no dejan de engordar el ego mientras sirven para adular al superior.
Fue tan habitual el tipo de acusaciones como el que hoy promueve la ministra que fue prohibido por el venerable e irrespetado Decreto de Garantías que promulgó el mariscal Falcón cuando terminó la Guerra Federal. Lo de la ministra no es fascismo, sino manifestación de un servilismo tan diligente y vergonzante como los que han abundado entre nosotros en períodos de lamentable opacidad.
Tampoco se manifestó como fascista cuando después dijera que hacía la denuncia de los viajeros en resguardo del “primer presidente obrero de Venezuela”. Los letrados del gomecismo aseguraban que estaban al servicio de “un hombre fuerte y bueno”, antes de que Benito Mussolini y Adolfo Hitler estrenaran en Italia y Alemania las miserias de su doctrina.
Hay que mirar con atención las bajezas comarcales, antes de establecer analogías con sucesos cuyo arraigo, quizá por decisión de la fortuna o por inclinaciones de la sensibilidad colectiva, no ha ocurrido entre nosotros. La conducta de la ministra tiene tufos de fascismo, pero tufos apenas. Más bien huele a basura gomera o perezjimenera. Todavía se puede ubicar en uno de los escalones descendentes de las autocracias singularmente venezolanas. No sería trabajo banal para la oposición y para sus asesores ponerse a estudiar el asunto, a diferenciar lo propio de lo ajeno, lo esencial de lo accesorio, no solo para topar con la verdadera identidad del adversario sino también con la suya propia.