“…entre drama y comedia, he llegado trovando a la edad media…”
Silvio Rodríguez
Tengo 44 años, así que estoy en eso que algunos llaman “adultez” y que podríamos llamar, como intervalo entre nuestra infancia y primera juventud y lo que se conoce después como la “tercera edad”, la “segunda edad”. Silvio Rodríguez a sus 45 años compuso una canción, titulada “Compañera”. En ella llamó a esta edad que tenemos muchos en este país, no sin cierta ironía y destacando las inmensas contradicciones que normalmente nos atribulan en estos momentos de nuestra existencia, la “edad media”. Digamos, sin mucha precisión antropológica o jurídica, que la “segunda edad” es ese espacio vital que transcurre para todos nosotros, si es que el hampa, la enfermedad o una tragedia no disponen lo contrario, entre los 18 y los 65 años de edad.
Soy entonces, como muchos de mis lectores, lo que el marketing llama un “adulto contemporáneo”. Ni tan joven como para ver la vida y el mundo como un derroche de horizontes, todos posibles y alcanzables; ni tan mayor como para cerrar mis balances vitales y empezar a liar los bártulos pues ya se atisba, sólo un poco más allá, el final del viaje.
Como muchos de mis coetáneos, tengo plena conciencia de que haber tomado algunas decisiones de vida, de cualquier tipo, en mis años más mozos supuso, como es natural, renunciar a otros caminos que poco a poco se han ido enmarañando al punto de que algunos de ellos ya son, aunque nos duela aceptarlo, absolutamente intransitables. Un ser humano no puede explorar todas las experiencias que le son posibles cuando no es más que una promesa, apenas nace, pues todos somos esclavos del tiempo y de nuestra finitud. Después de que nuestros padres nos encaminan y orientan en la infancia y adolescencia, la regla es que a nosotros nos toca labrarnos los senderos que siguen a través de nuestras decisiones, paso a paso. Es de esas decisiones, y de las consecuencias de las mismas, buenas y malas, que se nutre nuestra historia vital.
Todo esto viene a cuento porque al pertenecer a este estrato poblacional que he denominado “la segunda edad”, y sobrellevar en consecuencia todas las cargas que apareja ser padre, profesional, ciudadano y simple ser humano en este momento histórico en Venezuela, siento con toda sinceridad que factores ajenos a mis propias decisiones y capacidades están limitando, drásticamente y antes de tiempo, mis opciones, al menos las que aún me quedan y con las que válidamente sigo soñando, condenándome no a “vivir”, ni mucho menos a “vivir bien”, sino a sobrevivir, pensando no en medianos y largos plazos sino en la subsistencia diaria, minuto a minuto. Escribo estas líneas y estoy seguro, o mejor dicho quiero estar seguro, de que no estoy solo en el sentimiento: El estado actual de las cosas, la permanente pugnacidad política, la grave crisis económica, la inseguridad y el desequilibrio, surrealista y tantas veces desatinado, que padecemos nos mantienen en una eterna zozobra, en una inclemente y perpetua incertidumbre, que traen como consecuencia perversa una severa restricción en nuestras expectativas personales y grupales, desde las más elementales y egoístas hasta las más trascendentes y colectivas, y nos fuerzan a enfrentar cada día la realidad como si fuese nuestra enemiga, que no como un terreno fértil en el que podemos plantar nuestras humanas aspiraciones para verlas germinar y crecer sin que algún hachazo sorpresivo nos corte las alas. No hay sueño ni ilusión que aguante tanto embate represivo.
¡Qué difícil es todo en Venezuela! No sólo para los “adultos mayores”, que sufren rigores ingratos absolutamente inmerecidos e irrespetuosos con su condición, o para los más jóvenes, privados desde ya de posibilidades de crecimiento y muchos de ellos con la vista puesta en otras tierras desde mucho antes de terminar el bachillerato; sino también para nosotros, los que somos de la “segunda edad” y mal que bien ya hemos hecho nuestra vida acá y no tenemos la misma capacidad para recomenzar que sí tienen quienes están empezando su vida y aún pueden optar por la partida ¿Todo se puede? ¿Siempre es posible un nuevo comienzo? No es verdad, la vida fuera de Venezuela para nosotros, aún en plena capacidad productiva y vital, no es lo sencilla o luminosa que a veces se pretende que es. De eso puede dar fe nuestra diáspora. Más tranquila y segura sí puede ser esa “otra vida”, pero ni de lejos es más cálido o auspicioso ese rumbo que el que podríamos recorrer acá, en nuestro hogar, si los perversos no estuvieran tan afanados en amargarnos la existencia con sus atavismos ideológicos y con sus estupideces.
Claro, hay quien insiste en las bondades de otras latitudes, pero ¿A dónde te vas, a menos que no te quede más opción porque te persiguen el odio y la intolerancia o porque el miedo ya se te hace insostenible, cuando tus afectos, tu trabajo y tu vida ya son parte inescindible de esta locura que hoy llamamos Venezuela? Lo más que se puede, cuando ya estás en mis años y tus raíces ya están firmes en tu terruño, es prepararle el camino a tus vástagos para que, cuando les toque tomar sus decisiones, tengan al menos la dura opción de arrancarse de su tierra y de tu abrazo, quedándote sólo la posibilidad, si es que la tienes y si es que te dejan, de visitarlos de cuando en vez, porque pedirles que vengan acá a exponerse a que los mate una violencia que es hija directa de este poder desaforado es una locura, que amor por la patria aparte, ningún padre en su sano juicio está dispuesto a permitirse. Esta realidad, a nosotros, a muchos de los que estamos en la “segunda edad”, nos golpea la cara todos los días.
Desde lograr cierta estabilidad en nuestros ingresos, o hacer que éstos nos rindan para vivir decentemente; hasta contar con un presidente firme, responsable y serio que no ande rogándole lloroso a los malandros (con las “rodillas –en este caso, las dos- en tierra”) que “¡Por el amor de Dios, dejen la matazón!”, todo acá huele a imposibles. Montar o mantener un negocio es una verdadera proeza; ahorrar y tener cierta holgura económica que te permita planificarte y velar por tu familia es, hoy por hoy, una utopía. Una tan lejana y absurda como la que nos plantea el poder ahora, empeñado en su “muela” de futuro perenne, diciéndonos que todo “está en construcción” , que todo es “para luego”, que la “suprema felicidad” y la paz “ya vienen”, mientras sólo mira, contradictorio, hacia atrás, sin darse cuenta de que estando en eso lo que se nos va, inexorable, es el presente.
Me niego sin embargo a claudicar. En algún momento, hasta los maduristas deben darse cuenta de que una cosa es que el gobierno nos crea pendejos y otra muy distinta es que lo seamos. No hay ceguera que aguante tanta farsa y tantos engaños. Nos toca empeñar lo que nos queda de vida en hacer de nuestra tierra lo que todos sabemos que puede llegar a ser, en el terreno que sea. Venezuela y nuestros hijos lo valen.
CONTRAVOZ
Nosotros: La segunda edad
Por Gonzalo Himiob Santomé