Lo que antes estaba oculto, en los papeles y complicidades del gobierno, o en la violencia de las calles, se expresara ahora sin pudor, sin freno, sin temor a las consecuencias
Colette Capriles
Cuando Marx y Engels publicaron el Manifiesto Comunista, tuvieron mala suerte: Europa se incendió con la “Primavera de las naciones”, las revoluciones de 1848, y el texto pasó casi desapercibido.
Engels había estado en Francia en los últimos meses de 1847 y la inquietud reinante, que él mismo retrató en una serie de artículos de prensa, hacía presagiar la revuelta contra la monarquía restaurada. De allí, la imagen poderosa de la primera frase del Manifiesto: la de un fantasma que recorre (mejor: que asusta) a Europa. No era el del comunismo, como anunciaban Marx y Engels tratando de darle nombre. No tenía nombre, en realidad. Las revoluciones, en Francia, en Austria, en Italia, en Dinamarca, en Alemania, terminaron con reformas democráticas y liberales de distinto tipo y envergadura. Pero no comenzaron así ni se articularon con un único proyecto. La figura espectral iba y venía, evanescente, y se apareció también en Colombia, en Brasil y naturalmente en Venezuela.
El fantasma de este febrero nuestro tampoco tiene nombre, porque su genealogía es dudosa, por ahora. Muy del siglo XXI: en el siglo pasado, en cambio, era fácil coserle el uniforme y declararlo soldado del futuro o adalid de la libertad y ponerlo en el cuadrante de la izquierda o de la derecha. Y una de las cosas que subraya el anacronismo de las categorías políticas del chavismo es precisamente ese intento por detener el tiempo para ajustarlo a la vieja y destartalada brújula cubana. Habla de derecha fascista para referirse a su fantasma, mientras éste se le escapa, como un triste espíritu burlón. Como en 2011 en la cuenca del Mediterráneo, aquí hay un cansancio, una astenia de fin-de-régimen que tampoco tiene una prognosis clara; el demonio no se quiere dejar meter en el buzón de salida como ambicionan algunos, o muchos.
Y además hoy se cumplen veinticinco años del Caracazo, que es como decir veinticinco años de miedo, agitado primero como bandera de campaña de Chávez, padecido luego por él mismo, desde la presidencia, cada día: lo único a lo que temía era a una repetición de lo innombrable. Lo cual sugiere que la apropiación chavista de los eventos de 1989 se funda en una usurpación: estos ocurrieron espontánea y ciegamente, por más que los conspiradores habituales se aparecieran por ahí, tratando de arrogarse su paternidad. Esa aterradora impredecibilidad de “las masas” explica mucho de la maduración del modelo de “gobernabilidad” que fue construyendo Chávez y que, precisamente, está agonizando en estos días. Explica la obsesión no por gobernar sino por dominar, objetivo para el cual valía cualquier medio, estuviera o no en el repertorio de los clásicos estalinistas. Los herederos, malos alumnos que se aprenden las cosas de memoria, no atinan en cambio a salirse del rancio libreto soviético, represión y torturas incluidas.
En estos días hablan los actos y hemos visto escenificadas cosas que antes solo se sospechaban. Es como si lo que antes estaba oculto, en los papeles y complicidades del gobierno, o en la violencia de las calles, se expresara ahora sin pudor, sin freno, sin temor a las consecuencias.
Quién sabe si lo que está pasando aquí sea no solo la rebelión ante la exclusión política de la mitad del país; ante el sistema económico exhausto, ante el horizonte seco de una vida sin ilusiones, racionada; ante la indiferencia por todas las muertes, sino que también convoque ese cansancio del chavista sometido, encuadrado, custodiado por las bandas paramilitares, cuantificado en una infinidad de listas de espera. Todas esas prácticas de control social eran quizás más o menos toleradas en la medida en que formaban parte de una especie de contrato social: la reducción de la autonomía se intercambiaba por la promesa o la ocurrencia de un beneficio material o simbólico. Ahora el régimen parece incapaz de cumplir con su parte del contrato. Y le salen los fantasmas.