Estados Unidos se ha convertido hoy en el principal promotor de un eje Moscú-Pekín
Al norte de la Manchuria china se encuentra el extremo oriente ruso, una región boscosa que duplica en tamaño a Europa y que contiene inmensas riquezas en recursos naturales. La misma dispone apenas de 6,7 millones de habitantes y se encuentra en franco proceso de contracción poblacional. Al otro lado de la frontera, en cambio, habitan cien millones de chinos. Esta zona constituyó un punto álgido de fricción entre China y la Unión Soviética. Para 1969 el ejército soviético había desplegado allí cincuenta y tres divisiones, a lo que Mao respondió transfiriendo a la región un millón de soldados.
Los dos mayores logros de la política exterior de Nixon en los setenta fueron resultado de la necesidad de Moscú y Pekín de aliviar tensiones con Estados Unidos para concentrar su atención en este punto de tensión crítica. Tanto la política de la distensión con la Unión Soviética como la apertura Pekín-Washington tuvieron su génesis en esa realidad.
Robert Kaplan, subsecretario de Defensa estadounidense entre 2009 y 2011, hace un planteamiento de inmensa significación en un libro reciente (Therevenge of geography, New York, 2013). En él sugiere una alianza estratégica entre Estados Unidos y Rusia para hacer causa común frente a China. Ello, a su juicio, forzaría a Pekín a sustraer su atención de las controversias marítimas en el Pacífico para concentrarse en esta inmensa frontera terrestre con Rusia.
El planteamiento es significativo no sólo por provenir de quien hasta hace poco ocupó una posición clave en el Departamento de Defensa, sino porque entra en concordancia con la política de contención a China en la región Asia-Pacífico, adelantada por Obama. Una política catalogada por algunos especialistas como la más ambiciosa desde que Estados Unidos definió la doctrina de contención a la Unión Soviética tras la II Guerra Mundial.
La alianza sugerida por Kaplan hubiese podido encontrar su cauce si la historia precedente hubiera sido diferente. En 2002, a partir de los eventos del 11 de septiembre, Putin brindó apoyo incondicional a Washington en la lucha contra el terrorismo. Ello llegó al punto de dar luz verde a la instalación de bases militares estadounidenses en países del Asia Central bajo su esfera de influencia. A pesar de lo anterior la OTAN, bajo impulso estadounidense, siguió incorporando a sus filas a los países de la antigua órbita soviética.
Ello no sólo rodeaba a Rusia de fuerzas hostiles sino que contravenía las garantías en sentido contrario dadas por Washington a Gorbachov antes de la desmembración de la Unión Soviética. Putin, como ya había ocurrido con su antecesor Yeltsin, se sintió traicionado por Estados Unidos. La intención de jalar a Ucrania hacia Occidente representó la gota que desbordó el vaso.
El antagonismo entre Estados Unidos y China, ante la intromisión manifiesta del primero en los diferendos marítimos del segundo, se une a la confrontación que separa a Washington y Moscú. A diferencia de Nixon que supo sacar pleno provecho a las fricciones entre Moscú y Pekín, Estados Unidos se ha convertido hoy en el principal promotor de un eje Moscú-Pekín. Es la antítesis de la fórmula tradicional de dividir para reinar
Alfredo Toro Hardy