Gonzalo Himiob: Un pecado imperdonable

Que nos hayan robado la capacidad de soñar y de evolucionar, la de aspirar a más y a mejor de lo bueno, mientras el mundo civilizado, casi en su totalidad, va en sentido contrario al de las agujas del reloj “revolucionario”, es un pecado imperdonable 
Que nos hayan robado la capacidad de soñar y de evolucionar, la de aspirar a más y a mejor de lo bueno, mientras el mundo civilizado, casi en su totalidad, va en sentido contrario al de las agujas del reloj “revolucionario”, es un pecado imperdonable

Jugar con tus amigos en la calle “con el cielo de Caracas como techo” –como lo añora Leonardo Padrón para sus hijos- era lo normal, no como ahora, que es un deporte extremo y peligroso. Pese a la aparente “desconexión” con nuestros padres, pocas veces nos pasaba algo realmente grave. Era otro tiempo, otra realidad

 

Esta semana me ha dado por hacer el esfuerzo de hurgar en mi memoria, buscando las primeras imágenes, los primeros sonidos, los hechos y acontecimientos, que significativos o no, triviales o trascendentes, por alguna extraña razón se quedan en uno y de vez en cuando, sin razón alguna, salen a flote y se muestran desde los abismos del inconsciente en los que normalmente permanecen, agazapados y silentes, hasta que algún estímulo los convoca.

No es inútil ni carente de propósito, sin embargo, el ejercicio. Y enlaza hoy, quizás por esa “sincronicidad” de la que habló Jung, con otros acontecimientos. Me explico: Quería desde hace días que esta entrega tratara sobre las maneras en las que desde hace ya demasiado tiempo, nos hemos quedado varados en las costas del atraso, del asombro triste, de la pesadumbre cotidiana, en esta inclemente incapacidad de enfilar la proa de la nación hacia el futuro, y quería hacerlo tomando como base los recuerdos, muy míos ciertamente y por ello no exentos de sesgada subjetividad, que guardo sobre cómo eran las cosas antes, para contrastarlos con las cosas tal y como son ahora.

Todo esto se alineó con el hecho de que fui invitado el pasado viernes, justo antes de terminar esta columna, por la Alcaldía Metropolitana al acto conmemorativo de los 447 años de la ciudad de Caracas, y allí el orador de orden fue nuestro admirado Leonardo Padrón, que en su discurso, magnífico por cierto, trajo a colación sus propias memorias de lo que era nuestra ciudad capital antes de haberse convertido en la prisión, abarrotada de desencuentros, que es hoy.

Dos cosas entonces son dignas de mención: En primer lugar, el forzoso retraso en la entrega de mi columna que me impuso el deber de asistir al compromiso, que ahora entiendo y veo como necesario, y en segundo lugar, la constatación que tuve, en las palabras de Padrón, de la misma angustia, de la misma añoranza, de la misma inquietud. Si no hubiera tenido que asistir al acto, si no hubiera tenido que aplazar la redacción de este texto, quizás no habría corroborado que somos muchos los que tenemos la necesidad de retomar un nivel de vida en el que el estupor diario no se limite a un nuevo zarpazo, a una mala nueva, a un golpe al alma.

Era otro tiempo, otra realidad

Rodará entonces por el piso mi cédula, como decimos por acá cuando nos revelamos mucho más viejos de lo que estamos dispuestos a reconocer, pero creo que vale la pena el contraste. Solo así podremos al menos atisbar la verdadera magnitud de lo que tantos años de despropósitos y de absurdas diatribas políticas nos han robado.

Era muy pequeño, por ejemplo, y recuerdo que en mi casa solo teníamos un televisor, en blanco y negro, en el que se veían a lo sumo, en señal abierta, tres o cuatro canales nacionales. Aún así, ese limitado espectro de posibilidades nos bastaba y sobraba, y lo que es más importante, nos permitía anticipar y esperar un cambio en positivo. Tal cambio se dio, y del baúl de mis más tempranos recuerdos extraigo la algazara que se armó cuando se anunció la llegada de la “era del color”. Cambiaron los aparatos y las programaciones, y al cabo de un tiempo, el blanco y negro se rindió definitivamente ante los colores. Después vinieron las horrorosas parabólicas, y tras ellas, la TV por cable. Aprendimos que el mundo era mucho más amplio que solo cuatro canales.

Muy de chamos veíamos las películas de estreno en el cine o en proyectores “Súper 8” que iluminaban las paredes blancas de nuestras casas. Luego vino el Betamax y más tarde el VHS, precursores del DVD y del “Bluray”. La música la escuchábamos de la radio o en nuestros “picó” desde discos de acetato que según su tamaño giraban a 45 o a 33 RPM. Después vinieron los cassettes, y con la creación del Walkman, toda una revolución que permitió que la música nos acompañara a donde quiera que fuéramos. Aunque no podemos compararlos con los modernos reproductores MP3, con los Ipod ni con los Ipad, sabíamos que cada avance era una prueba de que no había límites en el horizonte.

Si querías cortejar a una chica tenías que buscar la manera de verla en persona, no la tanteabas con mensajes de texto, por Twitter o a través de un chat. Si te atrevías, tenías que escribirle una carta de tu puño y letra. Jugar con tus amigos en la calle “con el cielo de Caracas como techo” –como lo añora Padrón para sus hijos- era lo normal, no como ahora, que es un deporte extremo y peligroso. Pese a la aparente “desconexión” con nuestros padres, pocas veces nos pasaba algo realmente grave. Era otro tiempo, otra realidad. Ninguno de nosotros se atreve hoy a dejar a sus hijos vagar de sol a sol por nuestras calles con sus amigos sin siquiera poderles llamar para saber en qué andan.

No teníamos, al menos durante mi infancia y mi adolescencia, teléfonos celulares. De hecho, el primer armatoste que vi que fungía como tal era una especie de maletín, pesadísimo y aparatoso, con el que algunos abogados de grandes escritorios cargaban a sus asistentes, muchachos de mi edad, cuando empecé a trabajar en tribunales en 1987. Ni hablar de computadoras personales. La primera Macintosh que entró a mi casa la compró mi padre por allá en 1989. A los jóvenes de hoy les parecerá una locura, y no pueden ni imaginarse lo que es la vida sin “WiFi”, pero Internet no se usó en Venezuela sino hasta mediados de los 90 (cuando yo estaba bien entrado en mis veintes) así que la conexión que teníamos con otras realidades solo era posible viviéndolas directamente o a través de los libros. Hoy me pregunto si no era mucho mejor así.

En los tribunales, donde fui escribiente, no contábamos siquiera con máquinas de escribir eléctricas, y era toda una proeza redactar una sentencia de decenas de páginas (con sus 6 copias de ley con “papel carbón”) en las máquinas manuales. Sin embargo, el trabajo se hacía, aunque todavía conservo la maña de golpear con saña el teclado cuando escribo. Solo así la última “copia” resultaba medianamente legible.

Cuando Venezuela era un país mejor

¿Qué tiene esto que ver con nuestra nación hoy? Pues que aún con todas estas limitaciones, “prehistóricas” a los ojos de la actualidad, Venezuela era un mejor país. No un país perfecto, no me malentiendan, pero sí uno mucho más humano y vivible. En todo lo que les narro siempre había posibilidad de un “después”, de un “paso más allá”. Podías soñar, podías ser humano. Avanzábamos, no retrocedíamos. Tenías alternativas, opciones, oportunidades. Se podía hablar en clave de futuro y de encuentro, y esperar siempre al progreso como regla, que no como excepción.

Que nos hayan robado eso, la capacidad de soñar y de evolucionar, la de aspirar a más y a mejor de lo bueno; que nos fuercen al encierro, al retroceso, al atavismo ideológico, a aislarnos de los demás seres humanos y a vivir en la ingrata sorpresa de la incertidumbre cotidiana mientras el mundo civilizado, casi en su totalidad, va en sentido contrario al de las agujas del reloj “revolucionario”, es un pecado imperdonable.

CONTRAVOZ

Gonzalo Himiob Santomé

Twitter: @HimiobSantome

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