Un muro se levantó como una cicatriz y dejó a cada lado las ilusiones de ver crecer a los nietos juntos
Una buena lección dejó al mundo entero las dos Alemanias. Eran el símbolo del fin de una guerra, el inicio de otra –la fría, la división moral y política de un pueblo que, por seguir al líder equivocado tuvo que ser castigado por los delitos cometidos así, en dos tajadas, en dos bloques.
Berlín es el ejemplo más aterrador de ese castigo. Un muro se levantó como una cicatriz y dejó a cada lado las ilusiones de ver crecer a los nietos juntos. Los hermanos del Oeste crecían bajo el ala de los aliados. Los del Este bajo el hierro del comunismo soviético. Casi tres décadas de división, casi tres décadas sin verse, sin saberse los unos de los otros. Los cuentos de las amigas, se quedaron truncados, los partidos de fútbol de la cuadra se quedaron pendientes, con los balones desinflados.
La política y la ideología habían triunfado, habían hecho de las suyas, se habían vengado de los hombres y mujeres. Se ocuparon de que darle su merecido a los seguidores y detractores de un demente político.
Afortunadamente, el hormigón de la pared que sirvió para el telón de acero cayó, el pueblo alemán pudo volver a abrazarse, se ocupó el Oeste de darle al Este el lustre necesario para impulsarse como un pueblo unido. El Este supo acomodarse a las demandas crecientes del Oeste y juntos alemanes al fin, decidieron empujar a la locomotora de su patria unida, hacerse parte de Europa.
Muchos países no han sabido leer en las lecciones del horror de las ideologías. Sus nacionales no necesitan muros que los dividan. Los tienen sembrados en el horizonte de sus sentimientos. Se odian entre sí. No hacen falta países que intermedien la arquitectura de una pared para dividir a los hermanos. Ellos mismos se separan. Ellos mismos se han hecho bandos.
Max Römer