No quiero que imitemos a nadie, pues sé que en nosotros está la “madera fina” y la disposición que se necesitan para ser mejores, como individuos y como país, pero creo que ha llegado el momento tomar ese toro por los cachos y de cambiar las cosas
El sol teñía ya el horizonte con matices en rojo, naranja y púrpura. No había mucho más allí. La salida pública al mar, concretamente al Golfo de México, con una rampa y un pequeño embarcadero que se adentraban unos pocos metros en sus aguas, lo suficiente como para que quien así lo desee lleve su bote hasta allí y salga a navegar. Un espacio que servía de estacionamiento gratuito y que puede albergar fácilmente una veintena de carros, con sus respectivos remolques, y unos cuantos pipotes fijos de basura, dispuestos aquí y allá, con sus bolsas enteras e intactas. Justo al lado, definidos sus límites con una cerca de arbustos, estaba un campamento de casas rodantes. Desde el sitio en el que estábamos podíamos ver que muchos de los que allí pernoctaban, pescadores deportivos seguramente, estaban sentados a los lados de sus motorhomes cenando y conversando. Algunos escuchaban música, y disfrutaban con calma de una cerveza, pero pese a la cercanía las notas llegaban a nosotros como un leve susurro indefinible que la brisa, fuerte a esa hora, se llevaba. A nadie, por “prendido” que estuviera, se le ocurría imponerle a punta de decibeles sus gustos musicales a los demás.
Cuando uno
viaja al norte…
La barda de madera que separaba la vía de acceso del embarcadero público estaba vieja, se notaba que los años y las estaciones habían pasado por ella, pero estaba indemne. No tenía portón, el acceso al muelle público que había llamado nuestra atención era solo una brecha en ella, nada más.
Como cuando uno está fuera de su terruño muchas veces desconoce las reglas de juego cotidianas de estos lares, estacionamos con cierto recelo. Llegaba la noche y no se veía a nadie más, así que por un momento pensamos que podíamos estar incumpliendo algún horario o irrespetando alguna limitación. Cuando uno viaja al norte, se lleva de equipaje también los cuentos de los amigos sobre la severidad de los oficiales de policía, que a tal punto son estrictos, especialmente en lo que se refiere al cumplimiento de las más elementales reglas de convivencia ciudadana, que cuando te detienen o interrogan por cualquier razón, especialmente cuando nos empeñamos en restregarles nuestra idiosincrasia saltándonos un “Alto”, acelerando en amarillo para que no nos detenga el semáforo o manejando unas cuantas millas más por encima de los límites establecidos, no parecen seres humanos, sino máquinas con las que es imposible hablar, ni mucho menos, “negociar”, como lamentablemente es común en nuestro país. Acá eso del “háblame claro” o lo del “¿no podemos arreglar esto de otra forma?” no funciona.
Cuando la autoridad
confía en ti
Apenas caminamos unos pasos, hacia ese atardecer increíble que nos había enamorado, nos dimos cuenta de que no había allí un “guachimán”, como les decimos en Venezuela, que nos cerrara el paso o que nos aclarara las dudas. Solo un poco más allá, en la penumbra se distinguía un letrero en el que se establecían las reglas para el disfrute del pequeño muelle y de sus dependencias. Esa era la única “autoridad” visible en el lugar.
Al leerlo nos quedamos tranquilos, todo era muy sencillo: No puedes pasar la noche allí, solo puedes utilizar el sitio para estacionar tu vehículo mientras navegas durante el día, o temporalmente, si quieres disfrutar del muelle por unos momentos, y no puedes consumir allí bebidas alcohólicas. Si al regresar traes basura contigo, se te invita a dejarla en los bidones dispuestos para ello y a dejar el sitio limpio como lo encontraste. Eso era básicamente todo lo que se te exigía.
Lo sorprendente, al menos para quienes venimos de países en los que el poder quiere involucrarse hasta en tu forma de respirar, montando además para ello costosísimos aparatos burocráticos y de vigilancia continua, promotores por supuesto de miles de formas de corrupción, era que en ese espacio lo único vinculante era tu compromiso personal de respetar dichas normas. Nada más. La autoridad confiaba en ti. No era allí visible una espada presta a caer sobre tu cuello si rompías las reglas, no había allí alguien con el cual “hablar” para relajar esta u otra norma a conveniencia o para que te dejase hacer lo que a los demás se les impide. Nada de eso. Si lo hubiésemos deseado, hubiésemos hecho lo que nos viniese en gana, hubiésemos podido descorchar allí una botella para brindar por el hermoso espectáculo que ese atardecer nos regalaba, hubiésemos podido libar a placer con nuestra música a todo volumen sin mayores impedimentos. Por supuesto no lo hicimos, solo nos quedamos allí unos instantes, viendo como moría la tarde de aquella manera tan asombrosa y mágica y ya, cuando el frío y la oscuridad se hicieron de todos los espacios, nos fuimos, satisfechos.
¿Por qué nosotros no?
A todas estas, ni por un momento se nos pasó por la cabeza que en la relativa soledad del lugar, y vista la cercanía de la noche, pudiésemos ser víctimas de la visita inoportuna de algún “bienandro” que nos aguara la fiesta.
¿Por qué no podemos tener en Venezuela espacios así? Toda comparación es odiosa, y esta la hago con mucha tristeza, pero nuestras costas son, de lejos, mucho más hermosas que estas. Con un mínimo de los recursos que muchos nos han dilapidado, cualquier lugar, por ejemplo, de la carretera de la costa en Vargas puede ser habilitado de manera similar, eso por no hablar de las playas de Falcón o de las de Sucre, por solo mencionar dos más ¿Por qué no se invirtió, durante la bonanza petrolera más larga y fructífera de toda nuestra historia, ni un céntimo en la estructura necesaria para que los venezolanos disfrutemos, en nuestro hogar, de lugares semejantes?
Respetar la institucionalidad
La respuesta es una y muchas a la vez, les invito a reflexionar sobre ellas, pero las preguntas más dolorosas son ¿Por qué seguimos aferrados a un esquema de las cosas en el que la relación entre el poder y la ciudadanía no se basa en la mutua confianza, sino en el miedo? ¿Por qué eso no ha funcionado? Es verdad, no somos un pueblo ganado al respeto de las normas, un americano que ha estado en nuestro país me decía asombrado que él llegó a pensar que nuestro país respetar el semáforo era “opcional”, pero ¿Por qué eso es así?
Tenemos lustros ya inmersos en una dinámica en la que la autoridad, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, está más empeñada en “parecer”, vociferando y amenazando, que en “ser”, dando el ejemplo, cumpliendo la ley y actuando en consecuencia. Lo importante para Chávez antes, y ahora para Maduro, es que “se les reconozca”, pero no les afanó jamás trabajar o ganarse, que es lo que más vale, el respeto de nadie. Más fáciles, pero mucho menos eficaces, les han resultado el temor y la imposición como herramientas, pero sin respeto mutuo no hay estructura ni institucionalidad, y sin éstas no hay orden ni progreso.
No quiero que imitemos a nadie, pues sé que en nosotros está la “madera fina” y la disposición que se necesitan para ser mejores, como individuos y como país, pero creo que ha llegado el momento tomar ese toro por los cachos y de cambiar las cosas ¿Por qué no?
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome