La cola en el automercado cercano a su casa ya casi le daba la vuelta a la manzana. Aparentemente, ese día venderían allí café, dos paquetes por persona, leche, uno por cabeza, y detergente, igual uno por compra
La pastilla de jabón, delgada ya como una hoja, dijo su último adiós esa mañana. Se arrepintió inmediatamente del reproche que en su mente nació para su esposo, que se había levantado y bañado antes que ella. Ni siquiera los nuevos hábitos de baño que la crisis les había desarrollado le sirvieron para lograr que la breve espuma que logró le limpiase poco más allá de sus piernas y sus manos. No le quedaba champú, pero le quitó la tapa al envase y lo llenó con un poco de agua de la ducha, y tras batirlo un poco, logró algo parecido a una solución jabonosa que hizo el truco. Al menos hoy también saldría limpia de su casa. El pelo tendría que lavárselo en la peluquería, si es que allí tenían champú o enjuague. Por supuesto, sería mucho más costoso que hacerlo en casa, y como decimos acá “la masa no está pa´ bollos”, pero aunque no era de las que vivía metida en el salón de belleza, tampoco podía ir por la calle con la cabeza disfrazada de escoba. “Primero muerta…”, pensó, como buena venezolana, mientras iba a vestirse, pero al menos antes de salir a hacer mercado tendría el consuelo de un café… o eso creía.
Sobreviviendo en la crisis
La cesta de la ropa sucia estaba llena. La falta de detergente también había hecho de las suyas. Se habían puesto de acuerdo para lavar la ropa primero, una vez cada diez días, y luego, una vez cada dos semanas. El compromiso incluía distribuir las prendas de manera que ambos pudiesen repetirlas al menos una vez por semana. Para su esposo, hombre al fin, la cosa no era tan difícil, siempre se las había arreglado con sus dos pares de zapatos, unos marrones, otros negros, y con dos jeans y tres camisas que alternaba siempre con otro par de chaquetas que tenía desde que se conocían. Cuando salían, él tenía un pantalón beige que combinaba con una guayabera que nunca le dejaba mal. Siempre había sido un chiste privado entre ellos el que incluso cuando podían comprar prendas nuevas, él siempre elegía ropa muy similar, o idéntica, a la que ya tenía, pero incluso así, ella lo sabía, nunca lucía desaliñado. Con las mujeres, sin embargo, es distinto. Hurgó en las casi vacías gavetas de la ropa que le quedaba limpia y halló una vieja franela que hacía juego con el jean que se había puesto dos días antes. Encontró un lamentable consuelo en el hecho de que esa combinación no la había usado desde hacía un mes y en que ese pantalón en particular resaltaba muy bien sus bellas curvas. No se puso tacones. Su experiencia en las colas le recordaba que en estas el glamour debe medir unos cuantos centímetros menos, y de maquillaje solo se puso lo básico. El rímel, la base y el labial se habían convertido en bienes suntuarios, y tampoco era cosa de estarlos derrochando por ahí.
No hay ni café…
En la cocina su marido, sin rasurarse, la esperaba con una taza humeante y con una mueca en los labios. En la cafetera solo había podido poner una cucharada del café, que se les acabó también, y lo que brotó de ella, un líquido levemente oscurecido, no llegaba ni siquiera a remedo de guayoyo. Cuando estaban recién casados él, que con justicia presumía de barista y sabía de su delirio por el café, siempre la sorprendía con alguna deliciosa creación mañanera. En aquellos tiempos, no eran inusuales el macchiato, el espresso, el latte cremoso o algún otro aromático divertimento matutino que la energizaba y le robaba una sonrisa. Era una de las maneras que él tenía de demostrarle su amor, y a ella le encantaba.
El té no es lo mismo…
Pero ahora la cosa se parecía más a una carrera de obstáculos: Cuando había café, no había leche, cuando había leche, no había azúcar, y cuando tenían leche y azúcar les faltaba el café. Tampoco ayudaba que las marcas que a veces hallaban en el mercado no tuviesen la calidad de las que antes rebosaban nuestros anaqueles. Algunas eran incluso hasta sospechosas, ajenas, raras. No hay creatividad que pueda con eso. Por un tiempo se mudaron al té, que sí se conseguía, pero el experimento no funcionó. No es lo mismo.
Arepas ahora son un lujo
Las arepitas diarias habían pasado a ser un lujo dominguero, y a las areperas dejaron de ir cuando se dieron cuenta de que cada escapada les costaba casi un tercio de lo que valía un mercado básico. Desayunaron entonces unas tostadas con queso y salieron, ya lo sabían, a perder el día entre colas y tumbos, para ver si conseguían lo esencial para aguantar otra semana.
¿Comprar por número de cédula?
La cola en el automercado cercano a su casa ya casi le daba la vuelta a la manzana. Aparentemente, ese día venderían allí café, dos paquetes por persona, leche, uno por cabeza, y detergente, igual uno por compra. Con tristeza, porque los dos son ciudadanos conscientes, sabían que el hecho de que sus cédulas terminasen en el mismo número era una ventaja. Podían comprar para su hogar, los dos, lo que normalmente otros pueden comprar de manera individual en días distintos, si tienen suerte.
Y de paso te amenazan para que firmes contra Obama…
Apenas tomaron su puesto en la fila, resignados ya a su calvario cotidiano, un sujeto mal encarado se acercó para pedirles sus nombres y sus cédulas para anotarlos en una lista. Les dio un papelito y se fue. Luego de esto, otro se les acercó, sonriente, para venderles su “cupo”, muy cercano a la entrada, por tres mil bolívares. Otro les llegó un poco después pidiéndoles, con un dejo de amenaza, que firmaran contra el decreto de Obama. No aceptaron ni lo uno ni lo otro.
Cuando al comprar te tratan como delincuente
Cuando abrió el automercado esperaron tres horas más para llegar al sitio, vigilado por dos policías, en el que una muchacha que se daba aires de importancia decidía quién podía comprar los productos y quién no. Les volvieron a pedir la cédula y el papelito que les habían dado horas antes. La “inspección” de los documentos duró un poco más de lo normal, y las miradas que les dedicaban les hacían sentir como delincuentes, o como mendigos. La muchacha esperaba a alguien, probablemente al que les había pedido que firmaran para derogar el decreto de Obama, pero el tipo no apareció. Tras unos momentos de tensión, pasaron la prueba. Tomaron lo que les correspondía y, luego de otras compras menores, fueron a la caja a pagar.
Otra caja cercana, que según el letrero estaba “cerrada”, mostraba una breve y veloz fila de sujetos uniformados, militares y policías que, a todas luces, no habían tenido que aguantar las mismas penurias que ellos. A juzgar por los bultos que llevaban, tampoco estaban sometidos a las mismas limitaciones de los demás. Su esposo estalló, diciéndole a ella que eso era un abuso, y alzó la voz contra esa arbitrariedad. Era insoportable ser tenidos y tratados como ciudadanos de segunda, y así lo dijo a voz en cuello.
Hasta la dignidad se perdió…
Un policía se le acercó, y en voz baja, pero afilada, le invitó a cerrar la boca, sugiriendo que podía ser detenido in fraganti por “desestabilizador”. Su esposa le pidió entonces, temerosa y humillada, que hiciera silencio. Él la miró a los ojos y, sabiendo que llevaba las de perder en este país en el que la ley y en Estado de Derecho son un chiste, calló. Les habían quitado hasta su dignidad. Ya no podían estar peor.
Contravoz
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome