De aquellas proclamas de convertir a Venezuela en un país-potencia, no queda sino una polvareda de palabrería, y una realidad que ya entra en la dimensión de la crisis humanitaria. El equivalente de más de 1.500 millardos de dólares en ingresos fiscales, se recibieron, se despacharon, se malbarataron y en gran parte se depredaron en 16 años, y nuestra patria está sumida en una crisis tan profunda y tan extendida que simplemente no tiene ni precedente en su historia y acaso tampoco referente en la de América Latina. Una catástrofe que desafía la viabilidad de Venezuela como una nación independiente.
Una hegemonía parasitaria se vino ramificando sobre el Estado y la sociedad venezolana, sustentada en el carisma de la demagogia, en la bonanza petrolera más caudalosa y prolongada de los anales, en las ansias de cambio de densos sectores sociales, y en la malévola habilidad de Fidel Castro para la manipulación política y la adaptación del despotismo a la tradición particular de la cultura democrática venezolana. Así, la hegemonía fue plantándose, abonándose, extendiéndose, y convirtiéndose en un gran parásito de todos los recursos nacionales.
Hoy en día, esa hegemonía tiene una nomenklatura tan o más plutocrática que las mafias rusas, el mandarinato comunista de China o las dinastías petroleras del Golfo Pérsico. Según estimaciones emanadas de fuentes oficialistas, esa plutocracia ha succionado cerca de 250 millardos o 250 mil millones de dólares, lo que equivaldría al latrocinio continuado de mayor magnitud en el mundo entero. Y a pesar que la implacable depredación ha producido resultados devastadores, la actitud depredadora no sólo no amaina sino que se intensifica. Y esto último lo confirman personajes principales del manejo del poder en estos años, a quienes Maduro pasó de llamarles “maestros” a llamarles “traidores”.
La crasa opulencia de la jefatura de la hegemonía, contrasta radicalmente con la escasez generalizada en la vida venezolana. Escasez de alimentos, escasez de medicinas, escasez de todos los productos básicos para una existencia digna, pero también escasez de seguridad, escasez de paz, escasez de todo lo necesario para el bien común. La delincuencia organizada prospera y se empodera –en todas sus distintas facetas y siempre al amparo de la denominada “revolución”– y la economía legítima y productiva desfallece y con ella el propio potencial del país.
Se desvanece la ilusión de un mejoramiento social, porque las cifras de pobreza están a la par o por encima de cuando empezara el boom petrolero del siglo XXI, y el masificado discurso sobre la democracia participativa es un testimonio de la falsificación ilimitada en el dominio de la política y el derecho. Sí, Venezuela está gravemente enferma, anémica, debilitada, mientras el poder que la desgobierna se ufana de sus caudales y sus privilegios. Un poder parasitario que está volviendo raquítico a todo un país.
Fernando Egaña