La lucha por la supervivencia diaria nos deshumaniza, y como saca de los pueblos lo mejor, pero también lo peor, nos mantiene en un estado de alerta, a veces hasta de paranoia, permanente ¿Quién puede mirar al cielo cuando la vida nos obliga a caminar continuamente mirando por encima del hombro, a la espera de algún zarpazo o de algún golpe inesperado?
Colgó la chaqueta de la silla del comedor y fue a calentarse un café. Estaba solo en su casa, y eso le daba algunos momentos de tranquilidad y de introspección. La tarde empezaba a cederle el turno a la noche y el sol ya se veía, desde su balcón, cercano a la línea del horizonte, allá al oeste, tentando naranjas y rojos. Aún recortada por las siluetas de los edificios que le rodeaban, era una vista sublime. El calor de abril le daba al cielo un tono particular, no perfectamente claro pero sí rico en matices y juegos de luz que cambiaban segundo a segundo. Se detuvo entonces unos instantes a quitarse el día de encima disfrutando del relativo silencio y de su soledad. Era además la hora de las guacamayas, especialmente bellas bajo esos destellos, y jugó un rato a contarlas tras su paso. No sabía si era cierto o no, pero le habían dicho que siempre volaban en pareja porque eran absolutamente y para siempre monógamas. Por eso a las que volaban en soledad las llamaban “viuditas”. Así las veía pasar, luego de ese día demencial y duro. El atardecer caraqueño, siempre mágico y ajeno a nuestras penurias diarias, le tendía una mano. Así lo interpretaba mientras dejaba que su café le quitara de la boca el mal sabor de la cotidianidad.
Pocas veces nos detenemos a sentir lo que permanece
Un poco más allá, el Ávila, un poco difuso, también hacía suyos los tonos de la tarde. Alguna vez leyó que los caraqueños nunca nos extraviamos, que en Caracas siempre uno sabe dónde está, y que al sentirnos perdidos solo nos basta tornar la vista hacia la montaña para ubicar el cuerpo y el alma. La montaña, mudo testigo milenario de tantas cosas y de tantas historias, es nuestro hito, nuestro faro, nuestra fortaleza, al punto de que los que han tenido que marcharse a otras latitudes, aquellas en las que la vista solo topa con cielo desde los cuatro costados, confesaban a veces sentirse como amputados. Para el que nace y se cría a la vera de la inmensidad del cerro, ver todo el tiempo lo mismo hacia donde se mire es como no ver nada. Algo similar debe suceder con los que nacen y crecen a la orilla del mar, cuando la vida o las circunstancias les arrancan de su lado algo de su esencia se les queda en las olas, y no vuelve.
Así, entre esos pensamientos, le era fácil darse cuenta de que el país era mucho más que las tribulaciones que se padecían. Pocas veces nos detenemos a sentir lo que permanece, lo inmutable, lo esencial, lo que nos hace únicos. La lucha por la supervivencia diaria nos deshumaniza, y como saca de los pueblos lo mejor, pero también lo peor, nos mantiene en un estado de alerta, a veces hasta de paranoia, permanente ¿Quién puede mirar al cielo cuando la vida nos obliga a caminar continuamente mirando por encima del hombro, a la espera de algún zarpazo o de algún golpe inesperado?
Reencuentro con lo mejor de nosotros
Un breve vistazo a su teléfono y a las redes sociales le puso al tanto de las noticias más inmediatas. Su pulgar voló rasante sobre las oscuras aguas de las malas nuevas, buscando las luces que necesitaba. Y allí estaban.
En medio de la inmundicia habitual, de las corruptelas usuales, de los escándalos, de los abusos políticos y de los excesos y ridiculeces del poder, destacaban también, como brillantes estrellas sobre un negrísimo plano, buenas nuevas y buenas personas que le demostraban que los venezolanos aún no nos habíamos perdido del todo. Allí estaba, por ejemplo, Rubén Limardo alzándose con el oro panamericano en esgrima, vestido de blanco impoluto y con nuestro tricolor al hombro y al alma. Un grupo de carricitos, entre ellos 10 venezolanos, acababa de regresar a casa de Groenlandia tras superar el reto de recorrer, con una sonrisa en los labios, más de 300 kilómetros sobre fiordos y hielos eternos, a temperaturas que llegaban a sentirse hasta de -35º centígrados. En las fotos, las caras de Marcus Tobía, líder de la expedición, y de Juan Carlos López-Durán, director de “Niños en la Cumbre”, rodeados de estos héroes venezolanos, pequeños pero indiscutibles, eran toda una oda a la alegría. Se enorgulleció al leer que la pianista venezolana Clara Rodríguez recibió en Inglaterra el premio “Lukas”, y que la bellísima Gabriela Montero, Maestra del piano y de humanidad, enamoró con Brahms, Liszt y sus improvisaciones mágicas a todo Santiago de Chile.
Wilson Román, un chamo de 15 años nacido en el barrio “Puntica de Piedra” de Maracaibo, dejó su impronta al ganar el campeonato latinoamericano de crossfit. Mérito por todos lados, pues tenía solo un año practicando la disciplina, de la mano de la “Fundación Futuro”, dirigida por Claudio Moreau, que se ocupa de rescatar a los jóvenes de la violencia para hacer de ellos deportistas y mejores seres humanos. Eduardo Iturrizaga, venezolano también, descosió la lona en Villava, Navarra, al ganar el prestigioso torneo internacional de ajedrez “Paz de Ziganda”.
Le saltó a la mirada también el rostro apacible y franco de Maickel Melamed, recibiendo del Alcalde de Boston una medalla, no tanto por haber culminado la maratón de esa ciudad, con sus 42,160 kilómetros completos, sino por habernos demostrado, una vez más, que cuando eres ejemplo de superación y de lucha, incluso contra ti mismo y contra tus adversidades, importa un carajo llegar de último, porque siempre estarás de primero en el corazón de la gente.
Un grupo de venezolanos se había dado a la tarea de rescatar nuestra poesía, e invitaba a un nuevo “jamming” poético en el que, como siempre ocurre cuando las armas son versos y no balas, la barbarie y la violencia perderían, al menos por una vez, la batalla. Además, y esto le robó otra sonrisa, un diario margariteño destacaba que la arepa venezolana había ganado en algún lugar sus galones –no podía esperarse menos- como el “mejor desayuno del mundo”, destronando incluso a los chilaquiles mejicanos y a los desayunos inglés y americano.
Así siguió, entre el atardecer que se iba y su reencuentro con lo mejor de nosotros, con lo que aún queda, con lo que no desaparecerá pues no hay quién tenga el poder ni la maldad suficientes para quitarnos lo que, aunque a veces se nos olvide, aún es nuestro.
Amar también es compartir esperanza
Escuchó la puerta de su casa al abrirse. Había llegado su esposa, con cara de llevar sobre sus hombros, como nos pasa a todos los venezolanos en estos días, mucho, pero mucho más, que el peso de nuestras cargas diarias. “Llevamos el país encima –pensó él- y eso se nos nota”.
La besó, y confrontó su mirada de extrañeza.
-¿Y a ti qué te pasa? ¿Cómo te fue hoy?- le preguntó ella.
-Pues mal- le respondió.
-¿Y entonces por qué esa sonrisa?- indagó, suspicaz.
Él la abrazó, y dejando su teléfono a un lado la miró a los ojos. Le costaría un poco poner lo que le habían hecho sentir las notas e imágenes que había visto y leído en blanco y negro… pero amar también es compartir esperanza. La llevó al balcón, en el que ya dominaba la noche, y se sentaron juntos, tomados de la mano.
-Déjame contarte…–
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé