La situación económica del país se hace cada vez más crítica. Pero esto no es una sorpresa. El modelo de control e intervencionismo extremo está haciendo de las suyas otra vez, como siempre lo ha hecho cada vez que se ha aplicado, no importa ni cuándo, ni dónde, ni quién. El empeño absurdo de mantener las tasas de cambio controladas y por debajo del valor real de la moneda se han traducido en lo que todos los economistas, medianamente racionales, habían predicho: demanda infinita de dólares en todos los tipos de cambio oficial, que hacen imposible imaginar el rescate del equilibrio; estímulos a la sobrefacturación y el arbitraje cambiario; asignaciones discrecionales de cuotas de divisas, naturalmente ineficientes y corruptibles; aumento de las asignaciones de divisas al sector público, con la obvia caída de la productividad de esas divisas y el desboque de la corrupción; reticencia de los importadores privados a liquidar inventarios e importar nuevas mercancías debido a la incertidumbre alrededor de los costos de reposición y por temor a las acciones hostiles del gobierno en su contra; incremento sustancial de las deudas comerciales del gobierno con las empresas nacionales y extranjeras, que originan decisiones de congelamiento de inversión; reducción o paralización de importaciones financiadas por accionistas o casas matrices ante la desconfianza de poder recuperar sus inversiones y dejar presas las divisas en un mercado que se ha convertido en una cárcel cambiaria; comportamiento del consumidor típico de una economía hiperinflacionaria, aún sin serla; pulverización del valor perceptual del bolívar como reserva de valor, lo que genera demanda incremental de divisas para protección patrimonial que, sumado a la demanda no cubierta de divisas oficiales para la producción e importación de bienes esenciales, presiona el enloquecimiento del mercado negro, hasta llevarlo a niveles absurdos que colocan a Venezuela probablemente como el único país en la historia el mundo donde su tasa de cambio oficial es apenas 1% de la tasa del mercado negro. Formación de una nueva actividad fundamental para la generación de ingresos en la base de la pirámide poblacional: el bachaqueo, que aglutina en su seno a más del 30% de la población del estrato E, que hoy se dedica a comprar productos regulados a precios absurdos, por debajo de sus costos de producción y venderlos de inmediato en cualquier esquina o calle, casa humilde o mercado popular en un precio que oscila entre cinco y diez veces más que el precio regulado, con lo que genera o complementa su ingreso familiar y produce una especie de redistribución de ingresos primitiva que ayuda a que esté más pendiente de ver como saca algo de plata en la vejación de una cola por horas y una restricción de compra por huellas o número de cédula, que a exigir soluciones a los inmensos problemas que le aquejan.
Esto sin mencionar el bachaqueo de gasolina, en el cual se llega a comprar una gandola en Venezuela por menos de 10 dólares negros y se vende en Colombia hasta por más de 25.000, una relación mucho más rentable financieramente que vender cocaína.
El resultado: escasez, inflación, desinversión, desconfianza, contrabando, especulación, acaparamiento y mucha frustración, pero absolutamente ninguna sorpresa.
La única sorpresa en todo esto, es que la economía se esté viniendo abajo y el gobierno actúe como si no estuviera pasando nada, tratando de estirar la liga para evitar los costos políticos de su error en plena campaña electoral. Sorprendería también que la gente privilegie los discursos y no la realidad. Pero bueno, como decía Pedro Navaja: “la vida te sorpresas, sorpresas te la vida”.