No lo cuento por azar. Lo cuento como antecedente de los delirios de Fidel Castro, de cuyas consecuencias somos víctimas todos nosotros, los venezolanos
Antonio Sánchez García
Suena a locura inimaginable, apocalíptica, como de ciencia ficción, pero sucedió. Las dos ideas fijas de Adolfo Hitler fueron suicidarse si no ganaba la Segunda Guerra Mundial, su guerra – lo hizo cuando la vio perdida – y ordenar que sus ejércitos arrasaran con Alemania, su Alemania. Fue su último decreto antes de volarse la cabeza.
No fueron ideas brotadas del hundimiento del Tercer Reich. Con el suicidio ya había amenazado inmediatamente después de fracasar con el Putsch de la cervecería de Múnich en noviembre de 1923. Su amenaza de arrasar con los alemanes si no estaban a la altura de sus delirios lo confesó sin inmutarse en una conversación con dos cancilleres de países amigos en 1940. Ese camino hacia el holocausto, su propia destrucción y la de Alemania lo inició sin que le temblara el pulso al comprobar que no conquistaría Rusia declarándole la guerra a los Estados Unidos. Algo incomprensible – librar una guerra imposible en dos frentes – sin considerar sus impulsos tanáticos, suicidas, auto destructivos.
No lo cuento por azar. Lo cuento como antecedente de los delirios de Fidel Castro, de cuyas consecuencias somos víctimas todos nosotros, los venezolanos. Fiel y consecuente discípulo de Hitler, Castro amenazó con hundir su isla y llevarse consigo a los Estados Unidos al infierno si le obstruían su camino a la gloria, para lo cual convenció a los soviéticos de proveerlo de misiles provistos de ojivas nucleares. Y si no hubieran mediado Kennedy y Kruschev, en 1962 hubiéramos vivido el aterrador blow up del hongo nuclear sobre el Caribe.
Asombra la cortedad de juicio de quienes, teniendo en sus manos el manejo de esta gravísima crisis de parte opositora, se niegan a comprender que Maduro, Cabello, El Aissami y los talibanes que los secundan no tienen otro proyecto estratégico que arrasar con Venezuela. La idea fija de Fidel Castro desde que Betancourt le diera con un portazo en las narices y sus mejores comandantes salieran con la cola entre las piernas aventados de territorio nacional por soldados patriotas, de esos que desaparecieron de nuestros ejércitos en el turbión del caracazo y la crisis política de los años noventa.
Sólo un necio puede negarse a comprender que la revolución se murió, si es que no nació muerta. Que Chávez se ofrendó en el altar del castrismo, al que le entregara su vida y le traspasara nuestra soberanía. Que el único motor que le ha dado vida a esta cruel insensatez ha sido la renta petrolera, y que esa renta ya no alcanza ni siquiera para alimentar a un pueblo desesperado y fracturado por una crisis congénita. Que lo que había que robar, se lo robaron. Y que puesto que no hay futuro, la única política visible es la hitleriana: arrasar con todo. No dejarle a la inevitable democracia ni los rastrojos. Y cuando huyan ante la furia del despertar, querrán cumplir la última orden de Fidel: arrasar con todo.
Todo lo que contribuya a mantener en pie la ficción sirve objetivamente a la devastación de Venezuela. A estas alturas el problema no es impedir que terminen por devastarla. Es hacerles pagar el crimen de haberla devastado. Temo que ninguno de los administradores de la llamada oposición lo entienda. Temo incluso que más de uno sea cómplice de la devastación. No sé quien es más criminal: si quien devastó a nuestra república o quienes se negaron y aún se niegan, ya próximos a la hora final, a impedirlo.