Jamüü. Así es como los Wayúu le dicen al hambre. La palabra está cada vez más en boca de este pueblo indígena que vive en la punta superior de Sudamérica, hoy zona fronteriza y de disputa entre Colombia y Venezuela, quizás más por los recursos que se presume existen en el subsuelo, que por la preocupación histórica que ambos países han demostrado hacia ellos. Algunos se sienten más colombianos, otros más venezolanos y otros solo son Wayúu, porque el Estado, el Gobierno, la política, es algo que llega antes de elecciones en camionetas de vidrios oscuros y doble tracción, repartiendo afiches y promesas a cambio de votos, y se va dejando una polvareda de esperanza que se asienta tan rápido como la desilusión.
Entre muchos “Arijuna”, los que no son Wayúu, los indígenas son contrabandistas oportunistas. Como ciudadanos de frontera, con cédulas de ambos países, han vivido al vaivén de lo que pueden extraerle a las efímeras bonanzas de Colombia y Venezuela. Unos pocos han hecho fortuna con el contrabando, especialmente de gasolina. La mayoría, vive del pastoreo, el comercio a pequeña escala y el trabajo que se rebuscan en Venezuela por temporadas para palear la pobreza y el aislamiento en el que viven.
Para llegar a la Alta Guajira hay que atravesar caminos de tierra quebradiza, recuerdos de riachuelos, jagüeyes evaporados, y un laberinto de cactus y árboles trupillos resecos que no ofrecen ni un centímetro de sombra. Se sabe que se está llegando a un caserío porque en el medio del camino aparece un peaje custodiado por niños descalzos y quemados por el sol. Solo levantan una hilacha de cuerda atravesada, para impedir el paso, a cambio de dinero o un pedazo de panela.
Hace más de tres años que no llueve en esta región del mundo y los Wayúu no han podido cultivar las verduras y granos que tradicionalmente comen y los pastos para alimentar a sus animales. El eterno verano coincidió con la decisión del Gobierno venezolano de emprender una lucha contra el contrabando de extracción, cerrando la frontera por temporadas, haciendo decomisos de gasolina y alimentos, prohibiendo el envío de remesas y racionando la cantidad de productos que la gente de la zona podía comprar en Venezuela. Los efectos de la Guerra Económica del Gobierno de Nicolás Maduro no tardaron en hacerse sentir más crudamente entre los indígenas del lado colombiano.
A Antonio González Ipunana le quedan 60 chivos de los 300 que tenía hace un año en su rebaño. Camina horas para llevarlos hasta un pozo de agua y un abrevadero que la comunidad de Porshina puso a funcionar hace ocho meses con el apoyo de la organización internacional Oxfam. González, como sus chivos, también está flaco. Come arroz una sola vez al día y se queja de que solo le permitan comprar dos paquetes, cuando tiene que viajar más de seis horas hasta la frontera con Venezuela para comprarlos. Muchos como Antonio han dejado de viajar al país vecino, aunque inevitablemente dependen de él para su supervivencia.
A la entrada del caserío de Monserrate quedó abandonada una estructura de bancas de madera que montaban sobre el lomo de un camión y a la que llamaban “la chiva”. Era el medio de transporte que utilizaban para ir a Venezuela a vender sus animales o artesanías y a comprar lo que necesitaran. Una de las últimas usuarias de la chiva fue Dobaisa Palmar, dueña de la única tienda de víveres que hay en Monserrate y en cuyos estantes hoy no hay casi nada. Mucho de lo que vende, además, es fiado, porque la inflación venezolana también se siente allí.
Palmar cuenta que al menos ocho familias que vivían hasta hace unas semanas en la región emigraron a Maracaibo, en el Estado de Zulia, en Venezuela, donde la mayoría tiene familiares. Aunque ellos también están en una situación difícil, enfrentando largas colas para comprar los productos que escasean, no están tan mal como del lado colombiano. Otras familias que no pueden o no quieren abandonar su tierra envían a sus hijos con sus familiares en las ciudades cercanas más grandes a ambos lados de la frontera, bien a Maracaibo (Venezuela) o Rioacha (Colombia), o si no a los internados indígenas que hay en la zona. Al de Siapana han llegado al menos 200 alumnos nuevos en este último año, dice el coordinador administrativo, Jesús Támara.
Los que están sufriendo más en esta situación, que no es catalogada aún como una crisis humanitaria, son los más chiquitos. En una guardería operada por el Instituto de Bienestar Familiar en Siapana, brindan alimentos a los niños hasta de cinco años. Es la única comida que muchos niños están recibiendo en el día, asegura la directora, Ramona del Carmen Palmar.
El año pasado, los propios indígenas y la Defensoría del Pueblo denunciaron que por la politiquería y la ineficiencia del Estado colombiano y sus contratistas, 14 niños habían muerto por desnutrición, y cientos de ellos estaban en riesgo. La situación nutricional ha empeorado en la región en los últimos meses, según las maestras y trabajadoras en puestos de salud, que lo notan en las pancitas hinchadas, la escasa energía que tienen los niños, los mechones de pelo amarillentos y la resequedad en la piel. “Pareciera que no entendieran que esto es una zona de frontera. Nuestros derechos están siendo vulnerados”, dice Ramona. ¿Y el estado Colombiano se ha preocupado por defender los derechos de los Wayúu? “Sí se preocupa, pero la corrupción aquí es muy grande y por eso las ayudas se pierden”.
El contrabando, por encima de cualquier medida de control
El Gobierno venezolano lanzó su estrategia de “guerra económica” contra el contrabando de extracción en la zona argumentando que en los camiones wayuu sacaban cantidades de toneladas de alimentos para revender en Colombia. Según Luis Mora, funcionario del Plan Fronteras para la Prosperidad de la Cancillería colombiana, las autoridades encontraron que las cooperativas Wayúu, que llevaban los mercados al lado colombiano, pasaron de tener 46 a 3.500 camiones, y gran parte de ellos no estaban llevando la comida a la Guajira sino a otras regiones del país.
Ante las medidas de control para frenar el contrabando de todo tipo de productos, que ha florecido entre ambos países por la abismal diferencia entre el valor de las monedas, el Gobierno colombiano tuvo que diseñar un plan de contingencia para las 50.000 personas que, calculan, podían verse afectadas y que ya estaban en una situación vulnerable por la sequía. En un inicio, y como medida de emergencia humanitaria, enviaron cajas con alimentos. Una mujer Wayúu recuerda que las cajas llegaron a su comunidad con un aviso que parecía un mal chiste: “Siapana también es Colombia”. La organización Oxfam, que trabaja en las zonas rurales de la Guajira, dice que las ayudas no llegaron a las rancherías más lejanas y vulnerables.
Al poco tiempo, los dos Gobiernos acordaron que la red venezolana de suministro estatal de alimentos subsidiados, PDVAL, pondría un punto de venta en una guarnición militar en el paso fronterizo de Cojoro, en donde podrían comprar los alimentos, a precios económicos, pero en pesos colombianos.
“Lo que ha evitado que haya una emergencia mayor, es lo que está haciendo el gobierno venezolano,” dice Mora. Explica que a pesar de la situación de escasez que hay en Venezuela, PDVAL ha mantenido el compromiso de despachar 200 toneladas de comida semanal al punto de Cojoro, en donde solo 60 camiones autorizados pueden llevar los alimentos que se compren por encargo. En un año de operación, sin embargo, solo se han vendido 210 toneladas para alimentar a 14.000 familias. De los 60 camiones autorizados, solo 20 están yendo.
Las cifras son un indicativo de que el contrabando está por encima de cualquier medida de control o contingencia, pero también señalan otra realidad: si los Wayúu cambian los pocos bolívares que tienen a pesos colombianos para comprar comida, es poco o nada lo que pueden adquirir.
Jamüü. Así es como los Wayúu le dicen al hambre. La palabra está cada vez más en boca de este pueblo indígena que vive en la punta superior de Sudamérica, hoy zona fronteriza y de disputa entre Colombia y Venezuela, quizás más por los recursos que se presume existen en el subsuelo, que por la preocupación histórica que ambos países han demostrado hacia ellos. Algunos se sienten más colombianos, otros más venezolanos y otros solo son Wayúu, porque el Estado, el Gobierno, la política, es algo que llega antes de elecciones en camionetas de vidrios oscuros y doble tracción, repartiendo afiches y promesas a cambio de votos, y se va dejando una polvareda de esperanza que se asienta tan rápido como la desilusión.
Entre muchos “Arijuna”, los que no son Wayúu, los indígenas son contrabandistas oportunistas. Como ciudadanos de frontera, con cédulas de ambos países, han vivido al vaivén de lo que pueden extraerle a las efímeras bonanzas de Colombia y Venezuela. Unos pocos han hecho fortuna con el contrabando, especialmente de gasolina. La mayoría, vive del pastoreo, el comercio a pequeña escala y el trabajo que se rebuscan en Venezuela por temporadas para palear la pobreza y el aislamiento en el que viven.
Para llegar a la Alta Guajira hay que atravesar caminos de tierra quebradiza, recuerdos de riachuelos, jagüeyes evaporados, y un laberinto de cactus y árboles trupillos resecos que no ofrecen ni un centímetro de sombra. Se sabe que se está llegando a un caserío porque en el medio del camino aparece un peaje custodiado por niños descalzos y quemados por el sol. Solo levantan una hilacha de cuerda atravesada, para impedir el paso, a cambio de dinero o un pedazo de panela.
Hace más de tres años que no llueve en esta región del mundo y los Wayúu no han podido cultivar las verduras y granos que tradicionalmente comen y los pastos para alimentar a sus animales. El eterno verano coincidió con la decisión del Gobierno venezolano de emprender una lucha contra el contrabando de extracción, cerrando la frontera por temporadas, haciendo decomisos de gasolina y alimentos, prohibiendo el envío de remesas y racionando la cantidad de productos que la gente de la zona podía comprar en Venezuela. Los efectos de la Guerra Económica del Gobierno de Nicolás Maduro no tardaron en hacerse sentir más crudamente entre los indígenas del lado colombiano.
A Antonio González Ipunana le quedan 60 chivos de los 300 que tenía hace un año en su rebaño. Camina horas para llevarlos hasta un pozo de agua y un abrevadero que la comunidad de Porshina puso a funcionar hace ocho meses con el apoyo de la organización internacional Oxfam. González, como sus chivos, también está flaco. Come arroz una sola vez al día y se queja de que solo le permitan comprar dos paquetes, cuando tiene que viajar más de seis horas hasta la frontera con Venezuela para comprarlos. Muchos como Antonio han dejado de viajar al país vecino, aunque inevitablemente dependen de él para su supervivencia.
A la entrada del caserío de Monserrate quedó abandonada una estructura de bancas de madera que montaban sobre el lomo de un camión y a la que llamaban “la chiva”. Era el medio de transporte que utilizaban para ir a Venezuela a vender sus animales o artesanías y a comprar lo que necesitaran. Una de las últimas usuarias de la chiva fue Dobaisa Palmar, dueña de la única tienda de víveres que hay en Monserrate y en cuyos estantes hoy no hay casi nada. Mucho de lo que vende, además, es fiado, porque la inflación venezolana también se siente allí.
Palmar cuenta que al menos ocho familias que vivían hasta hace unas semanas en la región emigraron a Maracaibo, en el Estado de Zulia, en Venezuela, donde la mayoría tiene familiares. Aunque ellos también están en una situación difícil, enfrentando largas colas para comprar los productos que escasean, no están tan mal como del lado colombiano. Otras familias que no pueden o no quieren abandonar su tierra envían a sus hijos con sus familiares en las ciudades cercanas más grandes a ambos lados de la frontera, bien a Maracaibo (Venezuela) o Rioacha (Colombia), o si no a los internados indígenas que hay en la zona. Al de Siapana han llegado al menos 200 alumnos nuevos en este último año, dice el coordinador administrativo, Jesús Támara.
Los que están sufriendo más en esta situación, que no es catalogada aún como una crisis humanitaria, son los más chiquitos. En una guardería operada por el Instituto de Bienestar Familiar en Siapana, brindan alimentos a los niños hasta de cinco años. Es la única comida que muchos niños están recibiendo en el día, asegura la directora, Ramona del Carmen Palmar.
El año pasado, los propios indígenas y la Defensoría del Pueblo denunciaron que por la politiquería y la ineficiencia del Estado colombiano y sus contratistas, 14 niños habían muerto por desnutrición, y cientos de ellos estaban en riesgo. La situación nutricional ha empeorado en la región en los últimos meses, según las maestras y trabajadoras en puestos de salud, que lo notan en las pancitas hinchadas, la escasa energía que tienen los niños, los mechones de pelo amarillentos y la resequedad en la piel. “Pareciera que no entendieran que esto es una zona de frontera. Nuestros derechos están siendo vulnerados”, dice Ramona. ¿Y el estado Colombiano se ha preocupado por defender los derechos de los Wayúu? “Sí se preocupa, pero la corrupción aquí es muy grande y por eso las ayudas se pierden”.
El contrabando, por encima de cualquier medida de control
El Gobierno venezolano lanzó su estrategia de “guerra económica” contra el contrabando de extracción en la zona argumentando que en los camiones wayuu sacaban cantidades de toneladas de alimentos para revender en Colombia. Según Luis Mora, funcionario del Plan Fronteras para la Prosperidad de la Cancillería colombiana, las autoridades encontraron que las cooperativas Wayúu, que llevaban los mercados al lado colombiano, pasaron de tener 46 a 3.500 camiones, y gran parte de ellos no estaban llevando la comida a la Guajira sino a otras regiones del país.
Ante las medidas de control para frenar el contrabando de todo tipo de productos, que ha florecido entre ambos países por la abismal diferencia entre el valor de las monedas, el Gobierno colombiano tuvo que diseñar un plan de contingencia para las 50.000 personas que, calculan, podían verse afectadas y que ya estaban en una situación vulnerable por la sequía. En un inicio, y como medida de emergencia humanitaria, enviaron cajas con alimentos. Una mujer Wayúu recuerda que las cajas llegaron a su comunidad con un aviso que parecía un mal chiste: “Siapana también es Colombia”. La organización Oxfam, que trabaja en las zonas rurales de la Guajira, dice que las ayudas no llegaron a las rancherías más lejanas y vulnerables.
Al poco tiempo, los dos Gobiernos acordaron que la red venezolana de suministro estatal de alimentos subsidiados, PDVAL, pondría un punto de venta en una guarnición militar en el paso fronterizo de Cojoro, en donde podrían comprar los alimentos, a precios económicos, pero en pesos colombianos.
“Lo que ha evitado que haya una emergencia mayor, es lo que está haciendo el gobierno venezolano,” dice Mora. Explica que a pesar de la situación de escasez que hay en Venezuela, PDVAL ha mantenido el compromiso de despachar 200 toneladas de comida semanal al punto de Cojoro, en donde solo 60 camiones autorizados pueden llevar los alimentos que se compren por encargo. En un año de operación, sin embargo, solo se han vendido 210 toneladas para alimentar a 14.000 familias. De los 60 camiones autorizados, solo 20 están yendo.
Las cifras son un indicativo de que el contrabando está por encima de cualquier medida de control o contingencia, pero también señalan otra realidad: si los Wayúu cambian los pocos bolívares que tienen a pesos colombianos para comprar comida, es poco o nada lo que pueden adquirir.