Al contrario que muchas ciudades fronterizas de Latinoamérica, la colombiana Cúcuta disfruta de buena calidad de vida y un comercio dinámico, debido en parte a su cercanía con San Antonio, la vecina venezolana con la que forma una conurbación ahora truncada por el cierre fronterizo.
Cuando el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, tomó en la noche del pasado miércoles la decisión de cerrar ese linde que marca el puente internacional Simón Bolívar, los ciudadanos de ambos lados lo lamentaron sabedores de que buena parte de sus vidas iba a verse diametralmente modificada.
Niños de ambos países cruzan a diario el viaducto para ir a la escuela acompañados por sus padres que tienen negocios a ambos lados, algunos legales y otros ilegales, visitan a sus familiares o simplemente transitan por las calles vecinas.
Buena parte de esa relación puede observarse en los vehículos que circulan por el lado colombiano, la mayoría de ellos con matrícula venezolana.
Con ese emblema o con la placa colombiana, una de las grandes ventajas que deja para los ciudadanos del lado cucuteño es la gasolina que alimenta sus vehículos y llega de contrabando desde Venezuela junto con muchos productos que se agolpan en las estanterías de las tiendas.
Las subvenciones y el bajo precio del bolívar hacen que estos productos de primera necesidad en el día a día comiencen a escasear, especialmente la gasolina que cada vez es más difícil de encontrar en Cúcuta.
Los conductores colombianos tienen que conformarse con las estaciones de gasolina normales, mientras que los puntos de venta irregular que pueblan los lindes de la carretera, en los que el combustible se ofrece en bidones, están secos.
Ese es el gran punto de tensión que crece en un lado colombiano en el que se vive una calma que se observa en los aledaños del puente Simón Bolívar, donde continúa la actividad cotidiana.
“El contrabando se nota mucho, la frontera es muy delicada, hay bandas criminales y mucha corrupción tanto en la Policía (colombiana) como en la Guardia Nacional Bolivariana “, resumió Sebastián Role, vecino de Cúcuta.
En su opinión, el cierre ha causado “más insultos, más humillación” y un riesgo cierto de “que los dos países se puedan enfrentar”, lo que se observa en la convivencia de los vecinos en su día a día.
No en vano, casi un millar de colombianos han sido expulsados en los últimos días de Venezuela y han dejado atrás sus vidas y sus enseres para encaminarse a un futuro incierto.
“Es una decisión incorrecta, no es como estar en la casa y cerrar la puerta de uno. Son dos países hermanos y no se puede tomar esas decisiones arbitrarias porque la gente del común, la gente humilde, es la que sufre”, subrayó.
Esos vínculos que se tensan quedan resumidos en historias como la de José Agmar, un venezolano que se encontraba en Cúcuta para visitar a su madre cuando cerraron la frontera. Él tuvo la posibilidad de seguir en la casa de la matriarca familiar, pero otros “no tienen donde estar y quedan en la calle”.
El malestar entre los colombianos también fue exacerbado por la falta de una respuesta oficial del Gobierno, que en un inicio calificó el cierre como una “medida soberana” de Venezuela y tardó varios días en presentar sus primeras respuestas.
“A los colombianos los están echando y es una falta de respeto, porque no les estamos haciendo daño en absolutamente nada”, destacó Nayorie Arenas.
La dicotomía de rabia y asunción de la realidad binacional en la urbe se ejemplifica en el centro del puente Simón Bolívar, donde unidades especiales de la Policía colombiana y la Guardia Nacional venezolana, separadas por una alambrada, se miran desafiantes con armas largas en una escena que recuerda al Berlín de la Guerra Fría.
Sin embargo, los vínculos emergen y agentes de uno y otro lado dejan ocasionalmente las miradas tenebrosas para charlar en los laterales del puente. La vida, el tórrido clima y el trato con sus superiores copan sus conversaciones. Igual que las de dos viejos vecinos.