Así, el país no puede tener un futuro digno, humano, democrático. Por todo ello se hace más cada vez más necesario el superar el continuismo para alcanzar ese futuro
Fernando Egaña
Uno de los grandes logros de los venezolanos del siglo XX, como tan magistralmente escribiera Manuel Caballero, fue sustituir la violencia política por la política democrática. La guerra como medio para alcanzar y preservar el poder, por la lucha democrática en un marco de instituciones. El caudillo militar por el líder civil. La batalla sangrienta por la plaza pública. La “revolución” por las elecciones. La montonera por el partido. El fusil por el voto.
Nada de eso ocurrió de la noche a la mañana, sino que fue un proceso que duró años, lustros, décadas. De hecho, después del fin de las guerras civiles, empezando el siglo XX, no vino la democracia sino la consolidación de una larga y férrea dictadura, la del general Juan Vicente Gómez. Es a partir de 1936 cuando empieza la efervescencia política que lleva a impulsar la política democrática, la democracia misma, y la difícil construcción de una República Civil. Largo camino que se fue transitando con marchas y contramarchas, con altos y bajos, con activos y pasivos.
En las décadas finales del siglo XX, sobre todo después de la etapa de subversión guerrillera de los años 60, Venezuela alcanzó una vida pública o política en paz democrática. No es poca cosa eso, aunque hoy en día mucha gente no lo aprecie, lo ignore o hasta lo desprecie. Mientras casi toda América Latina era gobernada por dictaduras militares, de distinto signo ideológico y de variada intensidad represiva, Venezuela vivía en democracia.
Es más, Venezuela se convirtió en el santuario de la democracia para gran parte de los refugiados políticos de la violencia latinoamericana. La democracia venezolana, ciertamente, paso de una etapa de desarrollo a otra de crecientes dificultades. Por muchas razones. Algunas muy válidas y otras no. La crítica a la democracia se hizo habitual y su defensa, ocasional. Revivió, entonces, la tradición militarista, como cuando florece un virus en un sistema con deficiencias inmunológicas.
Y con el militarismo, también revivió su acompañante natural, la violencia. Tanto la violencia que mata personas como la que mata instituciones. Y esa violencia se ha hecho la realidad del siglo XXI. Una realidad trágica, si las hay. La violencia y la política son, en gran medida, dos caras de la misma devaluada moneda en la Venezuela del presente. Pero no se trata de una violencia meramente espontánea, sino de una inducida y amparada desde el poder.
La hegemonía despótica y depredadora que impera en Venezuela cultiva la violencia. Tanto de manera abierta como encubierta. Y utiliza el “principio de transposición” del notorio Goebbels –achacar al adversario de los desmanes propios, para inculpar a la “oposición” de la violencia. Los jefes de la violencia argumentan que sus críticos u opositores son los violentos. Y la propaganda al respecto es masiva. Seguramente menos eficaz que en otros tiempos, pero todavía hay una espesa confusión al respecto.
Así, el país no puede tener un futuro digno, humano, democrático. Por todo ello se hace más cada vez más necesario el superar el continuismo para alcanzar ese futuro.