Su fantasma está merodeando y maquinando para que no lo echen al olvido, lo encarpeten o lo pospongan para la próxima semana
Vinculó la escritura a la aventura y creyó que los seres humanos deben asumir la vida como un viaje, con naufragios irremediables, y afirmaba que la historia está repleta de héroes viajeros, con sus descubrimientos y combates. Escribió teatro porque no puede ser Hilary escalando el Jomlunga, o el Everest; mucho menos Marco Polo o Charles Limberg. “Y eso mismo ocurre con la ficción, porque el hombre es monotemático con la aventura y desde niños, al igual que Ulises, preparamos la embarcación para buscar la Itaca personal”, así nos lo dijo Rodolfo Santana Salas, cuando ya había escrito no menos de 100 obras, la mayoría publicadas y representadas, porque en vida se le consideró el dramaturgo criollo más prolífico de Venezuela.
Nacido en Caracas el 25 octubre de 1944 y criado entre Guarenas y Petare, es además uno de los pilares del movimiento cinematográfico criollo, lo que ocurre es que su trabajo era de libretista o guionista y los créditos se los llevaron los directores o los actores, y los reales se los guardan unos pocos y lo sabía muy bien porque pergeñó 13 guiones cinematográficos. El cine le modificó sus conceptos temáticos, rítmicos y estructurales de su teatro y hasta en el lenguaje buscó imágenes teatrales que se sostengan como un primer plano o un travelling. Las transiciones entre estructuras escénicas las manejó con la fluidez de las disolvencias. Y la influencia del ritmo cinematográfico es muy marcada en cuanto a síntesis de las imágenes y su diversidad, como lo reiteraba. Fue uno los puntales para la creación de la actual Villa del Cine.
En Petare comenzó
Sobre sus orígenes teatrales -se desposó a los 19 años, el 22 de noviembre de 1963, el día que asesinaron a John F. Kennedy, con Gladys Rodríguez-, recuerda que Aníbal Guerrero, director de cultura de Petare, le preguntó: “¿Sabes de teatro?”. Dijo que sí, porque conocía al dedillo los trágicos griegos, el Siglo de Oro Español, los autores isabelinos y muchas obras de dramaturgos latinoamericanos. Lo nombraron director de Teatro de la Casa de Cultura y comenzó a organizar grupos en los barrios petareños, barriadas nacientes, donde el polvo flotaba, sin agua ni electricidad.
Se sumergió en las necesidades abrumadoras de unos invasores que rehuían el campo donde cultivar era miserable. Trabajó el entremés “El mancebo que casó con mujer brava”, de Miguel de Cervantes, en versión de Alejandro Casona. Cuando lo presentó, en una zona que ahora es La Urbina, recibieron una lluvia de tomates y piedras, y al protagonista, un muchacho vestido de riguroso clásico, le gritaban “Peter Pan marico”. No se detuvo ante el desastre. El fracaso con el entremés cervantino le enseñó muchísimo y a partir de ahí es cuando empezó a escribir teatro. “Primera inquisición” fue su ópera prima y desde ahí entendió que el teatro era una necesidad social, tan importante como el sueño o alimentación.
Reconoce que sus conflictos con la ideología y la verdad comenzaron durante su pasantía por Petare. Y esa imagen no se le fue de sus neuronas, aunque fue torturado por la Digepol tras ser traicionado por su maestro, pero lo salvó José Vicente Rangel Vale. Tan siniestra experiencia por su ideología política lo hizo más radical y es por eso que su teatro enseña que el acto de vivir es una pelea, un combate, el tránsito de una aventura, un marco social y político donde se contradecían las opiniones y “uno habla mediante el drama”, puntualizaba.
Ante su frustración por ser Marco Polo o Cristóbal Colón, accedió a la aventura del espíritu, el cual, según estudiosos que se han dedicado a pesar gente en agonía y después de muerta, el alma pesa diez gramos. “Pero a nivel vital el alma nos conduce y maneja. Somos primariamente reos de un amor que quiere entregarse y no halla los modos”.
Optimista
Rodolfo Santana Salas decía que “nuestro pueblo vive un momento estelar, que nos modifica como sociedad por los próximos 100 años. Aprendemos, en días, conceptos, formas de asociación y participación que en 200 años nos fueron negadas. El alma de nuestras gentes se fortalece en la confrontación, la diatriba, la confusión y el sentimiento que corre en las calles. Soy optimista y no creo que naufraguemos”.
Y porque creía en otro mañana es que preparó un libro con siete obras nuevas que tocaban diversos temas como la muerte, los mundos mágico-religiosos de América Latina y los asesinatos múltiples. “Sea usted un héroe”, “El hada azul no tiene celular”, “Un lugar donde nadie nos mire los zapatos”, “El asesinato múltiple como diversión pública”, “Obra para dormir al público” y “Cómo matar al Fénix”, son algunos de sus títulos. Él prosiguió reescribiendo sus obras anteriores. Las rehízo totalmente porque detectó que el lenguaje y los personajes ya no existían en la realidad donde estaban inmersos. No olvidó jamás al Petare de su adolescencia y lo que aprendió con sangre, sudor y lágrimas. Murió en la Guarenas de su infancia, el 21 de octubre de 2013. Su fantasma está por ahí merodeando y maquinando para que no lo echen al olvido, lo encarpeten o lo pospongan para la próxima semana
Dramaturgos de gaveta
Rodolfo Santana Salas aclaraba que el teatro fue, es y será intrincado, tanto que su acceso se vuelve misterioso por todo lo que abarca. Él afirmaba que “ante las complicaciones que ofrece el arte teatral, lo más habitual es ubicar sus aportes a nivel de maricones exhibicionistas u orgías postestreno. Me perdonarán los poetas y narradores venezolanos, pero Cabrujas, Chocrón, Chalbaud, Rengifo, Ott, Viloria, Agüero y otros más, constituyen una parte sustancial de la cultura venezolana”. Lo que pasa, insistía, “es que también el dramaturgo latinoamericano posee una minusvalía extraordinaria. Por lo general se le considera un extraviado entre la literatura y el mal decir. Una excrecencia al pie de una columna dórica. He visto dramaturgos extraordinarios como Tito Cossa -estrenado en todo el mundo-, confesando atributos de galeote y peón de arte. Y no es raro. Los latinoamericanos, con buenas obras, debemos enfrentarnos a la estulticia de los directores, a los planos del lenguaje convencional de las instituciones, al terrible hermetismo de las editoriales.
El crítico Rubén Monasterios, a los autores de los años 70, nos denominó “dramaturgos de gaveta”, un término que, personalmente, he utilizado para saltar sobre la humillación de crear sin ningún sustento”
EL ESPECTADOR
E.A. Moreno-Uribe
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