No es una película de ciencia ficción. Es la absoluta realidad. Ya nos tocó a nosotros, y hablo de todos los que compartimos este tiempo y este espacio: estamos a las puertas de una Guerra Mundial, una como jamás se ha visto en la historia de la humanidad, una de consecuencias impredecibles ya que, seamos o no parte formal del conflicto, estaremos a merced de fuerzas, en todos los bandos involucrados, que lo reconozcan o no cuentan con capacidad tecnológica, bélica y nuclear suficiente para acabar no una, sino varias veces si así se pudiera, con el planeta y, por supuesto, con toda la especie humana. No es poca cosa.
En ninguna guerra hay vencedores, solo vencidos. Es una triste paradoja que ya el simple hecho de que a cualquier nación no se le deje más opción que la de defenderse haciendo uso de las armas es, en sí mismo, un fracaso. No solo para el país de que se trate (háblese de EE. UU., con su Pearl Harbor durante siglo pasado, o de Francia, con los recientes atentados en París) sino para la humanidad en general. No importa cuántos “objetivos” neutralices, no importa cuántas estructuras destruyas ni mucho menos si al final eres proclamado “héroe” porque has hecho desaparecer de la faz de la tierra a tu enemigo, no importa ni siquiera si sientes que en tu batalla estás del lado del bien; ya el hecho de haber sido arrastrado a una situación como la que ahora se anuncia es, para todos nosotros, una derrota. Algo estamos haciendo mal. Si las cosas siguen como van, volveremos a enfrentar el horror de los miles de cadáveres y del sufrimiento que las armas, las de los unos y las de los otros, van dejando a su paso, con el agravante de que en este mundo globalizado y completamente conectado en tiempo real, será un triste espectáculo del que nos separará solo un click de distancia.
Y es ésta una derrota porque al dejar las cosas llegar a este punto nos devuelve el espejo el reflejo real de lo que somos, y nos echa en cara nuestros graves errores, nuestro olvido, nuestra insolente apatía, nuestro profundo desdén por lo que ocurre más allá de nuestras cuatro paredes ¿De qué nos valieron los cerca de 75.000.000 de personas que murieron durante la Segunda Guerra Mundial, o más allá, los entre 10.000.000 y 31.000.000 (según quién cuente la historia) que perdieron la vida durante la Primera Guerra Mundial? ¿No nos hemos dado cuenta aún de que si enseñamos a matar, tarde o temprano tendremos que pagar las consecuencias de ello? ¿Dónde quedaron las lecciones que debimos haber aprendido?
Esta vez lo que nos lleva a la tragedia es el fundamentalismo radical, muy mal disfrazado de creencia religiosa, de quienes se creen dueños absolutos de la verdad y no dudan en hacer de la violencia y del terror sus herramientas. Son irracionales, basan sus actos en dogmas que, estúpidos porque no lo ven, les imponen otros que son tan seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, como cualquiera de nosotros, y que por encima de todo esconden sus propios y muy privados intereses tras los falsos velos del “interés general”. En este caso es hasta más grave, porque se creen ungidos por el Altísimo, o por su versión distorsionada de lo que Él es y quiere, para hacer lo que les plazca. Pero no es Dios el que los guía, son los que ya de entrada tienen perdido cualquier paraíso, creamos en eso o no. Les comandan los que ya no pueden reclamar redención alguna, porque en su arrogancia y prepotencia se creen los únicos intérpretes de una voluntad divina de la que nadie puede apropiarse en propio y personal beneficio. No nos equivoquemos, cuando claman estos fundamentalistas que “dios” les exige la sangre de otros seres humanos para imponerse, no es Dios el que les habla, es algo diferente que no les trasciende y que vive y se nutre en sus propias limitaciones y oscuridades, nada más.
Esto es grave, porque lo que nos distingue de las demás especies vivas del planeta es nuestra capacidad de raciocinio, nuestra capacidad de analizar opciones y de reconocer ventajas y errores en nuestras propias creencias y en nuestras acciones; nuestra capacidad, también, para reconocer que de la verdad absoluta nadie es dueño, capacidades que todo intolerante, todo fundamentalista, todo radical, pierde de entrada al proponer y defender su causa, sea la que sea.
Por la vía de la negación del otro, de los derechos y creencias de los demás, por la vía de la violencia, no se llega sino a la muerte, y aunque se nos olvide continuamente, así lo ha demostrado la historia demasiadas veces ya. No en balde, y esto es casi tan inexorable como una ley de la naturaleza, cada “avance”, cada “éxito”, cada “triunfo” de cualquier fundamentalismo, de cualquier radicalidad intolerante es y ha sido a la vez, siempre, un retroceso para la humanidad.
¿Ya saben qué es lo peor? Que en contiendas como la que se avecina nadie está ni estará libre de pecado. Acá no juegan las idealizaciones. Como la realidad, nos guste o no, no es maniquea, acá no habrá blancos ni negros absolutos. De la mano de las imágenes de los asesinados en los atentados en París caminarán las de los inocentes masacrados en Siria o en cualquier otra parte del mundo en la que la oscuridad de la guerra se enseñoree; tan terrible será el acto del suicida que se hace estallar en una guardería como el del piloto de un dron que, a miles de kilómetros de distancia, dejará caer “por error” sus bombas sobre objetivos civiles. Ninguna guerra ha sido jamás solo entre soldados, y en todas ellas son al final los inocentes, los que solo quieren vivir tranquilos y en paz, los que pagan en nombre de ideales y motivos que no comparten, y a veces ni siquiera conocen, las cuotas más altas. Situaciones como la que se nos viene encima vuelven gelatina nuestros límites morales, y eso siempre termina mal ¿O no están ahora celebrando muchos, los mismos que han tenido conocimiento de sus graves arbitrariedades y abusos, frases atribuidas a Putin -¡A Putin!- como el epítome de la valentía? ¿No están muchos otros estigmatizando a todos los musulmanes como terroristas, sin reparar ni un instante en el grave error que cometen y en las profundas diferencias que existen, solo por poner un ejemplo, entre los sunitas y los chiítas?
Hemos fallado como género, y este conflicto lo demuestra. No hemos tendido la mano cuando se debía, seguimos cerrando puertas y, al dar la libertad y la paz por sentadas, no nos hemos ocupado de poner freno a las ambiciones, del tipo que sea, de los que no ven más allá de sus narices. Las guerras se evitan, primero, desde cada uno de nuestros hogares. La tolerancia, el amor por la paz y el respeto a los demás se aprenden en casa. Mientras los perros de la guerra se frotan las manos satisfechos, y miles, quizás millones, de personas enfrentan un destino incierto, es tiempo de preguntarnos, en esta hora de miedo, hasta dónde somos todos hemos sido responsables de que el mundo ahora corra hacia este nuevo abismo como un corcel desbocado.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @himiobsantome