Una pared separa a la institución del área delincuencial conocida como “Cinco huecos”. Funciona como una frontera porosa que usan los narcotraficantes para abrir orificios y colocar allí los cigarrillos con drogas para los estudiantes
Cada mañana, apenas Jairo Rodríguez aparece en el umbral, los custodios le abren sigilosamente la puerta de la escuela que dirige, el Colegio Agustín Nieto Caballero de Bogotá.
El centro de estudios tiene un millar de estudiantes y está enclavado en una de las peores zonas de la capital colombiana, en medio de barrios donde el tráfico de drogas es tan común como la venta de golosinas.
Las amenazas que recibe, para que desista de su trabajo y deje la escuela, ya son cosa de todos los días.
Un reportaje del diario El Tiempo da cuenta de los retos que enfrenta Rodríguez cotidianamente desde julio de 2012, cuando asumió la dirección del centro de estudios con 40 años de fundado.
“A los profesores los atracan, a los niños les quitan los tenis y el personal de aseo llega atormentado a trabajar cuando son asustados en la calle”, cuenta el diario colombiano.
Por gestiones de Rodríguez, los profesores llegan ahora en un autobús donde se trasladan los médicos del vecino hospital San José, aunque siguen produciéndose atracos callejeros.
Una pared separa a la escuela del área delincuencial conocida como “Cinco huecos”. Funciona como una frontera porosa que usan los narcotraficantes para abrir orificios y colocar allí los cigarrillos con drogas para los estudiantes.
Rodríguez reconoce el problema sin ambages: “¿Que si hay consumo dentro del colegio? Claro que sí, aquí y en el norte, solo que el precio cambia. Aquí hay estudiantes que traen las sustancias”, dijo.
La semana pasada decomisó una gran cantidad de droga de la mochila de un niño de tercer grado, y supuso que su hermano mayor la colocó allí. Por lo general entregaba los narcóticos a un grupo de policías, que poco después fueron arrestados, ellos mismos, por traficar con la sustancia.
A cambio de la droga, los estudiantes entregan entre otros objetos de trueque, cucharas. De mil que tenía la escuela, 940 desaparecieron. Los estudiantes las lanzaban a través del muro y terminaban afiladas y convertidas en armas en manos de los delincuentes, narró Rodríguez.
Dentro del colegio hay pandillas y estudiantes que respetan más la autoridad de ese líder que de los profesores. Los niños llegan armados, y a veces también drogados.
Rodríguez notó que algunos usaban tapabocas, supuestamente porque estaban agripados, pero no tardó en percatarse de que en realidad estaban impregnados de drogas.
“Cuando uno les iba a hablar ya estaban todos dopados”, comentó.
También se han producido robos, el más escandaloso el de la computadora del embajador de Canadá, quien visitó la escuela con el ministro de Educación.
El educador insiste en que es necesario un mayor apoyo de las instituciones estatales. De momento sólo tiene la promesa de fondos para reparar el techo dañado por las heces fecales de las palomas. El instituto de Bienestar Familiar, se queja, apenas ha intervenido en los casos de abuso reportados por la escuela.
A pesar de todas las contrariedades en su camino, Rodríguez sigue esforzándose por ofrecer la mejor calidad educacional a sus pupilos, y trabaja con el Instituto Distrital de Recreación y Deporte además de con la Filarmónica para crear programas para los estudiantes.
“A los niños hay que quererlos. Los tratan bien mal en la casa, entonces, lo ideal es que en el colegio les demos un poquito de felicidad”, afirma.