No había terminado de bajar, cuando un joven de mal aspecto que estaba cerca y que no avistó a tiempo, le pidió el artefacto, amenazándolo con un arma debajo de sus ropas
6:15 am
Kelvin, un joven estudiante universitario, karateca de alta competencia, con resonancia tanto nacional como internacionalmente, ingresó a la estación La California del Metro de Caracas a eso de las 6:15 de la mañana, en camino a una clase de karate particular, porque no tiene trabajo fijo. Aún depende de la economía y del afecto familiar y por ello trata de mantenerse comunicado permanentemente con su madre.
Se bajó del bus que lo llevó desde Guatire muy temprano y entró rápido a la estación, sin pensar mucho, sin ver a los lados. Sacó el teléfono, un iPhone bastante costoso, que compró con mucho esfuerzo, con la intención de pasarle un mensaje a su progenitora, no solo para comunicarle que había llegado con bien a Caracas, sino para informarle que después de su clase de karate iba a salir con unos amigos, cuestión de que no se preocupara.
A esa hora, las estaciones del Metro de Caracas son igualmente concurridas como todo el día. La gente entra y sale, es un pulular permanente de personas, que van a sus trabajos, a sus estudios, que vienen de sus trabajos o sus estudios, que salieron a hacer una diligencia.
Kelvin tomó la escalera mecánica, en la entrada de la estación que da hacia el Unicentro El Marqués, y sacó el teléfono para enviar el mensaje. No había terminado de bajar, cuando un joven de mal aspecto que estaba cerca y que no avistó a tiempo, le pidió el artefacto, amenazándolo con un arma debajo de sus ropas. Nadie hizo nada. Quizás nadie vio nada. Ni un policía cerca. Los funcionarios del Metro ni se enteraron. La vida siguió su curso.
Kelvin entregó el teléfono, respiró hondo y siguió su camino. “Por lo menos estoy vivo”, pensó. Se sintió solo, desamparado, desasistido, triste. Buscó respuestas y no obtuvo una. No era la primera vez que sufría por la inseguridad. “Tendré que comprarme un ‘tostón’; yo no vuelvo a pasar por esta”, siguió hablando para sí mismo.
3:15 pm
Luis, médico cubano que labora en los módulos de la Misión Barrio
Adentro ubicados en el Municipio Zamora del estado Miranda, salió de su guardia en El Marqués y caminó hacia la Avenida Intercomunal Guarenas-Guatire con la idea de tomar un bus que lo dejara cerca del barrio Quemaíto, en la vía que da hacia la Urbanización La Rosa.
Tomó el bus en la parada que queda en la entrada que da hacia la empresa Avón y hacia la comunidad de El Calao.
La unidad de transporte estaba atestada de gente, no había puesto pa’ más nadie, pero se dispuso a viajar de pie, sabiendo que en las paradas siguientes se bajaban algunas personas.
Dicharachero y salidor como siempre, Luis hizo un comentario en voz alta, que alguien respondió de buena nada y le dio pie para conversar. La gente, preocupada en la calle, aún tiene tiempo para compartir de buena gana.
Efectivamente, en la entrada del barrio Las Casitas se quedaron varias personas, pero se subieron otros, entre ellos dos jóvenes con apariencia de estudiantes inocentes, nada de mal aspecto.
Uno de esos jóvenes se sentó al lado de Luis, quien seguía hablando, sin percatarse mucho de lo que sucedía alrededor.
Luego de pasar la parada conocida como El Caney, Luis habló alto: “En la parada de ‘los teléfonos’, por favor”, le dijo al chofer. “Y tú, dame tu teléfono”, reaccionó el joven que se sentó a su lado, mostrándole una cara sonriente, pero dejando ver en su cintura lo que parecía ser un arma de fuego.
8:25 pm
Eduardo salió de su trabajo un poco tarde, en Boleíta Norte, sabiendo que la calle a esa hora es difícil. Tomó la vía, raudo, con la intención de llegar rápido a la Avenida Rómulo Gallegos, con la idea de tomar un transporte rápido, bien sea una buseta o el Metrobús. “Me voy de una en el transporte que pase primero”, pensó.
La calle, oscura, no parecía amigable. Le sonó el teléfono y, como es costumbre, contestó, sin percatarse que una pareja de motorizados lo divisó cuando hablaba por el aparato.
No pasaron cinco minutos. El motorizado y su parrillero se devolvieron y se le acercaron a Eduardo, quien al darse cuenta de lo que sucedía, intentó correr.
El parrillero sacó un arma de fuego y pidió el artefacto, y Eduardo, que igual intentaba alejarse, se lo lanzó a las manos. En ese momento, toda su vida le pasó por la mente, recordó a su hijo, a su esposa, a sus familiares.
“Por lo menos no me pasó nada”, pensó. Y regresó al lugar donde lo robaron para tomar el Metrobús.
“La calle, oscura, no parecía amigable. Le sonó el teléfono y, como es costumbre, contestó, sin percatarse que una pareja de motorizados lo divisó cuando hablaba por el aparato…”