“Pese a que siempre anda de buen ánimo, Claudio no escapa de la paranoia de salir a la calle y enfrentar la desventura de un asalto a mano armada, de un ataque innecesario de un fascineroso…”
7:00 pm
Claudio se levantó tempranito, como de costumbre, para irse a trabajar. Y ya a las siete de la mañana estaba saliendo de su casa, listo para buscar un transporte seguro que lo llevara a Caracas.
Pese a que siempre anda de buen ánimo, Claudio no escapa de la paranoia de salir a la calle y enfrentar la desventura de un asalto a mano armada, de un ataque innecesario por parte de un fascineroso.
Y subirse a un transporte es parte de esa paranoia. Llega al terminal de Guarenas como a las 7:30 y consigue una cola larga. Pero normal, así es todos los días. Compra su periódico y se dispone a esperar su oportunidad de subir al bus.
Piensa, y reza, le pide a sus muertos, a sus santos, que lo lleven y lo traigan sano desde Caracas, donde labora en una empresa de teléfonos.
En las últimas semanas no le ha pasado nada, no ha tenido encuentros con el hampa, pero a cada rato escucha historias que sabe que son de verdad.
Llega el momento de subir al bus y, como siempre, le tiemblan las piernas. No es cosa de juego subirse a un bus y que en el camino te quiten el teléfono, los zapatos, te den un cachazo.
Antes de subirse al transporte le revisan todo, le abren el bolso, le pasan una tabla de esas que detectan metales, le advierten que nadie puede llevar armas. Y al final le desean buen viaje.
4:00 pm
Eduardo toma el bus todos los días a la misma hora en el mismo lugar, cerca de El Samán, en Guarenas, para ir a su casa, en el sector Quemaíto de Guatire, por lo cual ya se sabe todas las historias, conoce la cara de la gente que habitualmente toma el mismo transporte.
Una tarde, al subirse al bus, se percata que hay un muchacho de mal porte como un pasajero más, pero, conociéndolo, intuyó que algo podía pasar ese día.
Sin embargo se subió, porque quería llegar temprano a su casa. Mientras, el resto de los pasajeros esperaban tranquilos, sin intuir nada.
El chamo lo saludó. “Epa, pana, qué hay, cómo está todo”, le dijo. Y Eduardo, respetuoso siempre, le contestó: “Todo bien, pana, aquí, cansado, queriendo llegar a la casa para ver un jueguito (de beisbol)”.
El transporte salió rumbo hacia Guatire, por la Avenida Intercomunal Guarenas-Guatire y no pasó nada. El chamo sí se paró en la puerta del bus, como un colector, y Eduardo se observó que le hizo señas a un compinche que estaba sentado en los últimos asientos y se puso alerta, quiso bajarse antes de la parada habitual.
Pero no lo hizo, y no pasó nada. Se bajó en Quemaíto, se despidió “del pana” y llegó a su casa.
Al día siguiente escuchó que una camionetica había sido robada por tres chamos en horas de la tarde; despojaron a todo el mundo de relojes, zapatos, de todo.
Eduardo pensó que conocer a ese “pana” impidió que la bandita de delincuentes operara mientras él estaba en el bus. “Como nos conocíamos, quizás no quiso tirar el atraco”, pensó. Y le dio gracias a Dios por él, aunque lamentó que los restantes pasajeros del bus pasaran por ese trago amargo.
9:00 pm
Claudio regresó a su casa cansado y golpeado por las experiencias del día. Apenas entró a la vivienda saludó a sus hermanos, le pidió la bendición a su mamá y se sentó en una silla, en modo tristón.
“No saben lo que me pasó hoy”, dijo para que todos escucharan, e inmediatamente obtuvo la atención de todos los presentes. “Me volvieron a robar, me quitaron el teléfono y los reales; tuve que pedir prestado en el trabajo para venirme a la casa”.
Pese a todos los controles a los cuales fue sometido en el terminal de Guarenas, el conductor de la unidad de transporte fue recogiendo pasajeros desde que salió rumbo a Caracas. Subió personas tanto en la zona de Valle Verde, cerca de la Zona Industrial Maturín, como en la parada de La Guairita, donde se subieron dos chamos tipo normales que no levantaban ningún tipo de sospecha.
“Cuando íbamos por el terminal de El Cercado sacaron armas y conminaron a todos a darles teléfonos, prendas, dinero; le dijeron al chofer que cerrara la puerta y que no manejara tan rápido”, contó. “Se llevaron de todo y estaban muy violentos; uno dijo que revisaría los puestos de los pasajeros y le daría un tiro a quien lanzara su teléfono al piso o lo escondiera en la butaca”, recordó. “Yo me quité la gorra, los lentes, y les entregué todo; ¿qué podía hacer?”, se quejó. “No sé para que revisan tanto a uno en el terminal, para que el chofer monte a los malandros en la autopista”, culpó al transportista, con un dejo de rabia. “¿Cuánto le pueden ayudar uno o dos, tres, cuatro, pasajes de más?” No encontró respuestas.
CRÓNICA DE LA CALLE / Edward Sarmiento
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