Se castigó a un empresario acaudalado y reconocido no tanto por el dinero de las comisiones, sino porque se había atrevido a darle recursos a un partido popular
Se dice que Rómulo Betancourt solía afirmar, frente a los repetidos intentos para sacarlo del poder cuando fue presidente, que “el primer deber de un Gobierno es evitar que lo tumben”. En esta óptica, ni Dilma Rouseff ni el Partido de los Trabajadores del Brasil han sabido o no han podido cumplir con su deber. Todo indica que se durmieron en los laureles, es decir, confiaron solo en la magia creada por la popularidad de Lula y por los logros sociales de la redistribución del ingreso.
Sin embargo, no tomaron en consideración varios aspectos ineludibles de la realidad: la permanencia de las instituciones en manos de los partidos conservadores, como sucede con todo el sistema judicial de Brasil y su Supremo Tribunal Federal, que de no haber estado controlado por miembros de la derecha hubiera bloqueado el impeachment; la burocratización, corrupción y aburguesamiento de su propia élite política; el abandono de banderas populares y, sobre todo, la dirigencia del PT de manera ingenua olvidó la ferocidad y el odio de las clases altas, medios de comunicación y actores políticos. Pensaron que las invitaciones y aplausos de la gente más encumbrada de la sociedad brasileña y las recepciones lisonjeras en los grandes salones e iluminadas salas de televisión eran suficientes. Lula hasta llegó a sostener cuando le fue propuesta la creación de una planta de televisión propia, que no era necesario, que ya “tenían a O Globo”.
La clase alta brasileña ha sido implacable en su revancha, eso nunca se lo imaginó Lula. El enjuiciamiento de los hechos de corrupción en casos como el de Odebrecht se hizo con un doble filo, un doble propósito. Se castigó a un empresario acaudalado y reconocido no tanto por el dinero de las comisiones, sino porque se había atrevido a darle recursos a un partido popular. Se sabe bien que la corrupción es un flagelo que medra en los diferentes gobiernos, sean de derecha o de izquierda, y también se sabe que los empresarios sostienen con dinero sucio a todos los partidos de Brasil con presencia en el Congreso.
Pero lo que se ha querido dejar claro es que no se perdonará a ningún empresario grande, por más que sea uno de los suyos, ningún tipo de ayuda económica organizaciones políticas de izquierda (“los comunistas”) para financiar sus campañas electorales porque serán inevitablemente castigados de una forma implacable y sin el perdón y el olvido de otros casos en los que el dinero va a bolsillos personales y no para la actividad política. La lección que se quiere dar no es contra la corrupción sino contra el apoyo financiero a la izquierda por parte de empresarios. ¿Quién gana elecciones sin dinero y sin que exista un esquema de financiamiento público?
Leopoldo Puchi