“Lo que pasa es que ya no tienen pueblo y quieren que les tengamos miedo”
Lucila Araque. Villa Rosa
Muchas veces me preguntan por qué en Venezuela, estando las cosas como están, no ha ocurrido un estallido social. Cuando uno busca las posibles respuestas a esta interrogante, vemos que se dicen muchas cosas. Desde afirmar que los venezolanos somos por naturaleza pacíficos hasta decir que nuestro problema es que a cada calamidad le buscamos un chiste. Hay mil matices que van deshojando la misma margarita. Pero yo creo que la respuesta es mucho más sencilla, y a la vez más dolorosa: si alguna estrategia del gobierno había tenido éxito, ésta fue la de sembrar en todos nosotros el miedo, el miedo a expresarnos, el miedo a quejarnos, el miedo a salirnos abiertamente de la línea oficial, el miedo a protestar y a demandar de nuestros gobernantes capacidad y respeto.
No estoy denigrándonos como pueblo. No la hemos tenido fácil, son casi 18 años de continuos ataques y abusos y también de una permanente y muy bien articulada campaña desde la estructura del poder, según la cual cualquier queja, protesta o expresión disidente es una suerte de crimen imperdonable que trae a la generalidad de quienes las promueven consecuencias muy severas, que han ido desde el injusto encarcelamiento hasta el asesinato, todo ello bajo el amparo de una idea, tan lamentablemente repetida en la historia mundial como perversa: el que está contra tal o cual idea, el que se alza contra tal o cual gobierno, no es una persona, no es un ser humano, es una “cosa” contra la que todo vale y contra la que se puede hacer cualquier cosa, bajo el velo de la más absoluta impunidad. La deshumanización del opuesto es, y siempre ha sido, la primera herramienta del oprobio, el primer escalón hacia la negación de todos sus derechos, el primer paso hacia su neutralización definitiva.
Los psicólogos, y seguro alguno habrá que pueda fundamentar esto mejor que yo, nos dicen que el miedo se alimenta de datos fácticos, de constataciones de lo que ocurre en la realidad externa, sumadas a las interpretaciones, que no necesariamente son adecuadas o correctas, pues dependen de nuestra subjetividad, sobre las posibilidades de que aquello que ocurre fuera de nosotros pueda también pasarnos a nosotros. De esta manera, a título de ejemplo, si veo que a otro la GNB se lo lleva preso por atreverse a protestar contra el gobierno (este sería el dato fáctico externo) nuestros mecanismos internos de defensa, sobre la base de nuestras propias capacidades cognoscitivas y desde nuestras propias experiencias, nos llevan a sentir miedo a que, en paridad de condiciones (es decir, si también protestamos contra el gobierno) a nosotros también nos puedan llevar detenidos, a que nos puedan torturar, o incluso nos lleva a pensar que a nosotros nos pueden pasar cosas peores.
El miedo también se nutre, y esto es muy importante, del sentimiento de aislamiento. Si veo que, en mi grupo social, en el colectivo en el que hago vida, solo somos dos o tres los que pensamos que las cosas deben ser distintas, mientras que todos los demás, así sea al menos en apariencia, se mantienen en la “línea” general impuesta por el poder, es evidente que nuestro temor a quedar expuestos como divergentes, esto es, como diferentes y hasta como minoría (sea que lo seamos realmente o no), y a pagar las consecuencias de ello, es mucho mayor. Hasta hace muy poco, la leyenda negra de que el oficialismo era abrumadora mayoría, sobre todo entre los más humildes, había calado sin dudas en nuestra psique, y por ello todo el que se separaba de la línea común era tenido como un ser “ajeno”, extraño, como un “escuálido” burgués “disociado” de la realidad de la nación. Quienes no compartíamos el ideal “socialista” éramos, según el discurso oficial, la excepción. Éramos los “traidores”, los “criminales”, los “apátridas”.
Pero esto ya no es así, y por eso la espiral del miedo se ha interrumpido. Un paseo por cualquier parte de nuestro país, un simple intercambio de palabras con cualquier persona, sea de donde sea, nos demuestra que quienes no queremos que el país siga recorriendo la senda del “Socialismo del Siglo XXI”, lo que quiera que esto sea, ya no somos una “minoría disociada” sino, por el contrario, una abrumadora y muy bien definida mayoría. Antes no era así, hoy es otra cosa, ahora los “ajenos” son los que, sea por conveniencia o por escasez de neuronas, aún se atreven a defender lo indefendible. El mérito de ello está, cómo no, en los factores políticos y cívicos que se han mantenido por años firmes en pie de lucha y que han hecho de la denuncia constante y del tiempo, con las inevitables corroboraciones fácticas sobre la verdad harto repetida de nuestra tragedia que nos han llegado de su mano, sus herramientas; pero también mucho tiene que ver en esto que el propio gobierno, ahogado como está en su ceguera, en su propia tozudez e incapacidad, nos la ha puesto de “flycito”, como decimos acá, para que le descosamos, con justas e innegables razones que todos padecemos todos los días, la lona.
Por eso el incremento en el recurso a la única herramienta que le queda, para más o menos mantenerse un tiempo más, al poder: la de la represión desmedida y abusiva. Por eso, en lugar de dotar hospitales, escuelas y bodegas, Maduro prefiere gastarse 25 millones de dólares en pertrechos para la PNB. Por ello el arresto, solo en 2016, de más de 2.300 personas por haberse atrevido a alzar la voz contra el gobierno. Por ello el invento y la difusión a mansalva de descabelladas “teorías conspirativas”, la protección a ultranza de fichas claves de la represión, aunque sean señalados como narcotraficantes, y la sembradera de evidencias forjadas e ilegales en tantos casos. Por eso los actos de persecución e intimidación, cámara en mano, a cargo de encapuchados que más que agentes del orden son verdaderos criminales que, como cualquier choro que se precie de serlo, no tienen la hombría ni la decencia, que para los cuerpos de seguridad es obligación legal, de identificarse cuando juegan a ser los “malos de la partida”.
Pero el truco está gastado y ya no impresiona. El miedo ya no es variable a considerar, ya no funciona. El poder sigue haciendo daño y de las suyas, por supuesto, pero su efecto intimidatorio es cada vez más limitado. Lo demostraron las indómitas Caracas y Villa Rosa, lo demuestran los cacerolazos continuos en todo el país contra los otrora “intocables” del régimen, que se ven ahora forzados a huir de donde quiera que se presenten con el rabo entre las piernas; lo demuestran Mitzi y Manuela increpando a viva voz y con los pantalones bien puestos a la cobardía encapuchada y lo estamos demostrando todos los días todos nosotros, los que somos, y porque somos, la mayoría.
CONTRAVOZ / Gonzalo Himiob Santomé / @HimiobSantome