Fue un ser humano que estuvo dispuesto literalmente a cualquier cosa por ser el amo, que era capaz de lanzarse en discursos de horas y más horas, mostrando en ellos las dimensiones de su ego
No hubo paz a su alrededor cuando vivía, y parece que su partida no va a cambiar mucho las cosas. Incluso, más bien agitó las aguas a niveles indecibles. Fidel Castro abandonó este mundo el viernes pasado -o al menos eso fue lo que dijo su hermano Raúl, otros creen que fue antes- y de inmediato se encendió otra polémica, quizá la más apasionada, en torno a su figura.
Como era de esperarse, el exilio cubano se lanzó a las calles en el sur de Florida a celebrar, aunque estuvieran al filo de la madrugada del sábado 26 cuando se conoció la noticia.
Los locutores de radio y televisión repetían “Ahora sí es cierto, murió Fidel”. Y es que el líder de la llamada revolución cubana había sido “asesinado” –figurativamente hablando- más de una vez por los noticiarios y los rumores.
No se sabe -y quizá jamás se podrá saber- si estas muertes ficticias se debieron al profundo deseo de sus adversarios de que esto sucediera o a potes de humo lanzados por el mismo gobierno castrista, al cual se le atribuye una de las redes de propaganda más perversamente eficaces de todos los tiempos.
Lo cierto es que, como es usual, desde la isla caribeña reinó el mayor hermetismo, como es de esperar en un régimen altamente controlador. El mensaje del actual presidente, Raúl Castro -un personaje designado en forma hereditaria, como si se tratara de una dinastía- y los posteriores cables noticiosos anunciando las honras fúnebres y los lutos correspondientes, con toda la megalomanía que podía esperarse hacia una figura que hizo girar a su alrededor la vida de los cubanos por casi 58 años. Y no sabemos qué tanto seguirá girando en torno suyo de aquí en adelante; pero nos atrevemos a pensar que, por un rato, seguirá siendo así.
En todo caso, este hombre se salió con la suya: se hizo con el poder de Cuba y no lo soltó mientras tuvo vida. Su voz se volvió la única y avasalló todo lo que no se pareciera a él. Fue fracturando a sus enemigos sin piedad alguna e incluso, cuando la edad y la salud no le dieron para más, fue su dedo el que designó a su sucesor, nada menos que el hermano menor, el más fiel, el mismo que lo acompañó en toda su aventura de conquista y sojuzgamiento de una patria.
Llegó para liberar a un pueblo, pero no se quiso ir. Algo que suele suceder con todos los que hacen promesas grandilocuentes. Negó ser comunista, pero al poco tiempo de haberse hecho con el poder, abrazó públicamente esta ideología. ¿Un brusco y radical cambio de opinión? Lo dudamos. ¿Un plan de dominación para que el trono nunca escapara de sus manos? Es más posible.
Prometió unas elecciones que jamás llegaron. Trepó hasta la cumbre en hombros de un discurso que prometía redimir a los pobres pero los multiplicó. Echó mano en sus encendidos discursos de la desigualdad que asolaba a su país, pero terminó igualando hacia abajo.
Mientras la Calle 8 de Miami reventaba en una fiesta, en La Habana se vivía un luto que para muchos fue impuesto. Las manifestaciones de mandatarios de todos los rincones del mundo respecto a la muerte del caudillo, tuvieron los más variopintos colores. Desde el presidente electo de Estados Unidos Donald Trump, quien lo calificó sin ambages de dictador, hasta la chilena Michelle Bachelet, que no titubeó en señalarlo como referente de dignidad.
En los matices intermedios, declaraciones más o menos prudentes, ofreciendo condolencias a la administración habanera.
Desde nuestro punto de vista, es un referente, sí. Pero de lo que no se debe hacer. Mal podemos quienes hemos escogido la política como vocación, tomar seriamente a un individuo que fue implacable con quienes no pensaron como él.
Sí, no debemos olvidar a Castro. Pero debe ser recordado como el hombre que pactó con la Unión Soviética para instalar en su patria misiles que apuntaban a Washington, colocando al mundo a un paso de la Tercera Guerra Mundial,
una conflagración de consecuencias impredecibles, tras haberse logrado éxito en la detonación de armamento nuclear.
Un ser humano que estuvo dispuesto literalmente a cualquier cosa por ser el amo, que era capaz de lanzarse en discursos de horas y más horas, mostrando en ellos las dimensiones de su ego. Un hombre que solamente vivió para exportar su modelo de sojuzgamiento y para buscar aliados en su juego de poder por el placer del poder mismo; un poder que estuvo muy lejos de servir para que la gente saliera de la pobreza sino que, muy por el contrario, se sirvió de la misma para mantenerlos sometidos.
El siglo XXI tendrá que agradecerle a Fidel Castro el ser un perfecto referente para huir en la dirección contraria, si es que de verdad tenemos el propósito de que nuestra patria progrese y alcance el desarrollo de su mayor potencial. No lo olvidemos, que permanezca para siempre en nuestros libros de historia.