No tomó en cuenta el tiempo y se olvidó que ahora en este país se hace cola por todo. Luego que averiguó el precio de unos audífonos, fue al banco a retirar una tarjeta que le llegó nueva, pero lo que vio afuera fue brutal
8:00 am
Francisca estuvo atacada toda la semana por el ataque de epilepsia que sufrió Miguel en su casa, más por ser una mujer enterada, leída, sorprendida de vivir en un país rico, pero que no tiene comida ni medicinas.
Miguel es un hombre solo, trabajador, amigo de los amigos, un hombre normal de este país que no consigue la medicina que le prescribieron para combatir los ataques que sufre recurrentemente en el trabajo, en su casa, en la casa de los amigos.
Aquella noche fue patética. Veía televisión tranquilamente. Hasta que se presentó la impotencia, el dolor.
Su humanidad se irguió indefensa, sufriendo corrientazos de su cerebro, unos latigazos que le estremecían todo el cuerpo.
Un quejido agudo salió de su boca, mientras la gente alrededor se acercaba para ayudarlo. Tras ser despedido del asiento en el cual se encontraba, como si hubiera sido jalado por una fuerza sobrehumana, estremecido profundamente, se desplomó hacia adelante, antes de que llegara la ayuda.
El golpe en la frente alarmó a todos. Entre varios lo recogieron y lo regresaron al asiento, mientras los corrientazos seguían estremeciendo aquel cuerpo sin respuesta, sin ayuda, y que estaba siendo presa de un ataque feroz.
«¿Y por qué no le dan la pastilla?», preguntó Eduardo, inocente. «¿Por qué crees?, porque no la consigue», espetó Francisca. «No es posible que este señor tenga que enfrentarse a esta enfermedad tan fuerte y no pueda comprar sus medicamentos», completó la señora mientras Miguel seguía sufriendo en el asiento, aguantando aquel atentado impune de una epilepsia que no se puede controlar. «Lo que es peor es que en una caída de esas se puede matar, vale», se lamentó Eduardo.
2:00 pm
Eduardo salió de su casa tipo mediodía, antes de ir al trabajo, porque tenía que averiguar el precio de un producto, retirar una tarjeta del banco y comprar algunos enseres.
Pero no tomó en cuenta el tiempo y se olvidó que ahora en este país se hace cola por todo. Luego que averiguó el precio de unos audífonos, fue al banco a retirar una tarjeta que le llegó nueva, pero lo que vio afuera fue brutal. Demasiada gente esperando, los cajeros no funcionaban, todo colapsado, producto de que el Gobierno sacó de circulación el billete de Bs.100 y todo el mundo se volvió loco.
Decidió no hacer la cola ahí, dejar la tarjeta para otro día, y decide comprar unas galletas, una salsa de tomate y una bebida, pero tuvo que esperar como una hora para que lo atendieran, mientras hacía su colita para pagar.
Y pagó, sin molestarse. Ya en camino a su trabajo, se desvió a comprar un pan caro, de los no regulados, que compra poca gente. Y que poca, dicen algunos. Tuvo que hacer la mamá de las colas para pagar. Y la hizo porque su hijo le pidió que le llevara pan.
Total que perdió como cuatro horas de su tiempo. Aunque llegó tarde a su labor, compró lo que iba a comprar, pero ya no quiere volver a hacer colas.
9:00 pm
«¿Por qué no le dan la pastilla?», repreguntó Eduardo. «¿Cuál pastilla, si no consigue», contestó Francisca, más molesta aún.
Al lado, Miguel, inconsciente, se estremecía cada vez menos, comenzaba a respirar, incluso parecía que roncaba, así como durmiendo, pero con la boca cerrada fuertemente, como mordiendo algo. Aparentemente se quedó dormido, su respiración se estabilizó y la rigidez de su cuerpo fue cediendo.
Pasando la rabia, Francisca se va a su cuarto y prende su televisor y ve a un diputado del Gobierno dando batalla con sus respuestas, haciendo esfuerzos para decir que en Venezuela no hay crisis humanitaria. «Que se lo diga a Miguel», pensó Francisca, mordida aún por presenciar una situación tan dolorosa como innecesaria, si el medicamento respectivo estuviera a la mano.
«Miguel, inconsciente, se estremecía cada vez menos, comenzaba a respirar, incluso parecía que roncaba, así como durmiendo, pero con la boca cerrada fuertemente, como mordiendo algo…»
Edwar Sarmiento