Rusia, recién acusada por la CIA de haber ayudado a Donald Trump en las elecciones presidenciales del mes pasado en Estados Unidos, no es ajena a las acusaciones de interferencia en las elecciones de otros países. Tampoco Estados Unidos
La que parecía ser una confianza inquebrantable de los estadounidenses en sus sistemas electorales, a los que percibían como intachablemente justos, está tambaleándose.
Ahora los votantes norteamericanos han probado lo que otros países, como los vecinos de Rusia, llaman el mundo real.
Hasta ahora, Estados Unidos se enorgullecía de sus elecciones y transiciones pacíficas de poder como ejemplos de su vigor democrático.
En otras naciones, los resultados de las votaciones implicaban una dosis de sospecha, indirecta a veces, fuerte en otras: papeletas amañadas, condiciones desequilibradas de juego y las grandes potencias inmiscuyéndose a menudo en los procesos políticos soberanos de naciones más pequeñas.
Rusia, recién acusada por la CIA de haber ayudado a Donald Trump en las elecciones presidenciales del mes pasado en Estados Unidos, no es ajena a las acusaciones de interferencia en las elecciones de otros países. Tampoco Estados Unidos.
Más allá de si resultan ser ciertos los señalamientos de una interferencia rusa, ya están perjudicando la legitimidad del proceso democrático de Estados Unidos.
Cuando muchos ciudadanos desconfían de su gobierno, de los medios de comunicación y de otras instituciones de la vida en Estados Unidos, reaccionan consternados por las dudas sobre la libertad y la imparcialidad de las elecciones.
El gobierno saliente del presidente Barack Obama está revisando la evidencia de que hackers rusos estuvieron detrás de la filtración pública de correos electrónicos del Partido Demócrata y del jefe de campaña de la candidata presidencial Hillary Clinton, John Podesta, y si esa actividad buscó inclinar la balanza a favor de Trump. Las investigaciones dirigidas por los republicanos se llevan a cabo en el Congreso.
Trump ha denunciado los señalamientos como una maniobra de los demócratas. La semana pasada, Trump tuiteó: «¿Pueden imaginar si los resultados de las elecciones hubieran sido lo contrario y que nosotros tratáramos de jugar la carta Rusia/CIA? Nos acusarían de promover una teoría de la conspiración».
Trump puede haber contribuido a la desconfianza popular.
Antes de la votación del 8 de noviembre, él insinuó repetidamente que la elección estaba «amañada» en su contra. Un estudio del Pew Research Center, publicado poco antes del día de las elecciones, mostró que el 56% de los partidarios de Trump tenían poca o ninguna confianza en la imparcialidad del proceso. Sólo el 11% de los partidarios de Clinton expresaron eso.
Las cifras pueden sonar como una anomalía en Estados Unidos, pero en gran parte del mundo las elecciones son difícilmente irreprochables. La mayoría de los gobiernos del mundo incluyen alguna forma en la que sus pueblos votan para elegir a sus líderes nacionales, pero la mayoría de las naciones no califican como «libres», según la organización no gubernamental Freedom House.
El Departamento de Estado relata las deficiencias democráticas de otros países en sus informes anuales, detallando qué gobiernos y líderes restringen la libertad de expresión, la prensa y la disidencia abierta antes y durante las elecciones.
¿La anomalía de 2002
convertida en norma?
El temor más amplio y sistémico para Estados Unidos es que lo que fue una anomalía en el 2000 empiece a convertirse en la norma: elecciones que no resultan en presidentes reconocidos por todos los ciudadanos.
Hace 16 años, hubo un recuento disputado y un resultado increíblemente cerrado en Florida entre el entonces candidato republicano George W. Bush, al final declarado el ganador, y el demócrata Al Gore.
Ahora se pone en duda si Trump -quien al igual que Bush no recibió la mayoría de los votos en todo el país- habría prevalecido en una contienda que no hubiera incluido las revelaciones diarias de correos electrónicos filtrados por WikiLeaks.
Bradley Klapper / AP