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rtículos, poemas y hasta libros enteros se han dedicado a registrar las penas y las alegrías de los venezolanos en el exilio, pero poco se dice de los que acá seguimos
Diciembre es un mes de nostalgias. Mucho más en Venezuela, país en el que ya más de dos millones de padres, madres, hermanos, esposos y esposas, hijos y amigos nos han dejado en los últimos años para probar suerte en otras tierras, llevados a ello por el miedo a terminar en la cárcel por alzar su voz contra el oprobio dominante, por la inseguridad, por la grave situación económica que padecemos o sencillamente por sus razones y motivos personales, que tan válidos son en y para ellos, los que se van, como en nosotros y para nosotros, los que nos quedamos.
Mucho se ha escrito sobre la diáspora venezolana, sobre las vicisitudes del exilio voluntario o forzado, sobre la tristeza de la ausencia, sobre la melancolía, los esfuerzos y los afanes de quienes optaron por despedirse, dejándonos como testimonio la imagen de sus pasos sobre la “Cromointerferencia de color aditivo” de Cruz Diez, en Maiquetía. Y todo eso está muy bien, pues cierto es que decidirse a empezar desde cero en tierras ajenas requiere de muchos sacrificios y de mucho coraje, pero esa no es la única cara de la moneda. Artículos, poemas y hasta libros enteros se han dedicado a registrar las penas y las alegrías de los venezolanos en el exilio, pero poco se dice de los que acá seguimos, y muchas veces lo que se dice o se escribe viene teñido de incomprensión o se presenta cubierto bajo el halo de la condescendencia, nacida de una postura no siempre positiva, a veces hasta de reproche, como si mantenerse por propia voluntad en la tierra que nos vio nacer, y luchar en ella por ella, fuese, dadas las circunstancias, una estupidez o un acto de insalvable locura.
Pero no es ni una cosa ni la otra. Es un acto de amor y de valentía como pocos, y como tal merece ser reconocido. Por eso he querido dedicar mi última entrega de este año a quienes han decidido, pese a las adversidades, arrostrar esta tormenta desde adentro, sin soltar el timón de este navío, que no desde otras costas u orillas. Ello, sin hacer distinciones maniqueas entre los que estamos y los que no están, sin demeritar ninguna decisión personal, y partiendo de la base, que a veces se nos olvida, de que ciudadanos de este país somos todos, independientemente del lugar en el que nos encontremos, y de qué tan válida es la pelea y los esfuerzos de los unos, de los que se fueron, como de los otros, los que nos quedamos.
Aquí estamos, tú y yo, que nos quedamos. Buscando la manera de que diciembre no nos pase por debajo de la mesa, tratando de hallar paz, tranquilidad y alegría en un espacio en el que el poder se ha encargado sistemáticamente de dinamitarlas, tratando de que nuestros hijos se mantengan lo más al margen posible de las oscuridades que nos rodean y de que, como nosotros lo aprendimos en su momento, ellos también aprendan a amar a Venezuela, sirviéndonos para ello de la magia que aún guarda, especialmente en esa naturaleza indomable que se mantiene ajena a los desatinos humanos y que ha permanecido intacta ante los ataques de aquellos que la ven solo como un tesoro para dilapidar a placer. Nos contentamos con poco, con menos hallacas, pero hallacas al fin, con nuevas y creativas recetas de ensalada de gallina que no involucren mayonesa, que no se consigue o se consigue carísima, con un pan de jamón que no se parece mucho al que disfrutábamos cuando muchachos, pero que monta el paro, y con el pernil que podamos hallar en cualquier oportunidad. El arbolito es un lujo, pero no va a faltar en casa, así que ya no compramos aquel que rozaba nuestro techo sino uno más modesto, pero el cariño con el que se lo decora es el mismo. Si aún más pequeño resulta demasiado costoso, nos las arreglamos con un pesebre viejo que desengavetamos o con cualquier otra idea imaginativa que, sobre todo a los ojos de los pequeños, nos recuerde la importancia de estas fiestas y que, pese a la dura cotidianidad, hay símbolos y costumbres que nos trascienden y que nos unen con hilos que ningún abuso puede cortar.
Quizás ya no vamos como antes al estadio a ponerle el alma a nuestro equipo favorito, pues el convite cuesta y significa mucho más de lo que antes costaba y significaba para nuestro presupuesto, y además siempre está sobre el tapete el miedo a que algún malandro te desgracie la vida en la salida, pero seguimos de cerca la temporada y no dejamos de chalequearnos cuando toca. Es parte de nuestra idiosincrasia y contra eso nadie puede. Además, eso nos devuelve a aquellos tiempos mejores, que tenlo por seguro, regresarán, en los que salir de noche era lo normal y seguro, en los que nuestras diferencias no pasaban de las de ser fanático de uno o de otro equipo, sin que eso supusiera enemistad ni odio contra nadie. Es verdad, antes de la llegada al poder de esta tragedia que se llama chavismo había exclusión y desigualdades, pero los venezolanos, contra lo que cuenta la falsa “leyenda negra” que inventan quienes no quieren aceptar que antes Venezuela era mucho mejor que ahora, siempre encontrábamos los espacios para igualarnos, para crecer unidos y para tratarnos todos como hermanos, y esta crisis nos ha servido para recordárnoslo. A final de cuentas de un barco no se puede hundir solo un pedazo, o se hunde completo o no se hunde, y hoy por hoy son muy pocos los que no se han dado cuenta de que para salir de esta pesadilla debemos ponernos de acuerdo todos, sin distinciones, pues el mal de uno es a la vez el mal de todos.
Estaremos también pensando en enero y en sus dificultades. Tomaremos las previsiones del caso y alistaremos nuestras herramientas de lucha y de supervivencia, pero lo haremos porque en lo más recóndito de nuestro ser guardamos la firme convicción de que no le vamos conceder tregua ni le vamos a dar el gusto de la rendición, a quienes quieren arrebatarnos el hogar, la patria, que nos vio nacer y crecer.
Son simples ejemplos cercanos de lo que implica vivir así, sobrevivir así, hoy en Venezuela. Pero también demuestran compromiso, imaginación y coraje, no irresponsabilidad ni locura.
Hoy en la noche, ya pasadas las campanadas y el alboroto, quizás encenderás un cigarrillo y te permitirás el lujo de servirte un trago de aquella botella que te quedó de tiempos mejores. Verás a tus pequeños dormir y pensarás de nuevo, pues es lógica la duda, si vale la pena o no seguir acá, en esta guerra que por momentos luce perdida. Pero estás hecho de madera fina, no lo olvides. Tu voz es la de la selva profunda, la de la mar infinita, la de las cumbres altas y ominosas, y retumba e ilumina como el Catatumbo. Por tus venas corre la sangre de Libertadores, no la de “hombres nuevos”, que no son sino invento de quienes quieren, para esclavizarte, hacerte olvidar quién eres y de dónde vienes. Deléitate entonces unos minutos en las estrellas que nos regale la primera madrugada de 2017 y confirma en ellas que, para seguir acá, y para mantener tu fe en nuestra tierra, hay que estar hecho del material especial y luminoso con el que se construye la verdadera valentía. Esa es tu virtud y tu fuerza.
Y tenlo por seguro, pues la historia lo demuestra, que este mal no durará mucho más. Es, como todo en la vida, pasajero, y aunque no lo parezca a veces, todo indica que ya va de salida. No será fácil, pero quizás mucho más pronto de lo que la dura desesperanza y el miedo inducido a veces nos impulsan a creer, tendrás la dicha, el honor y orgullo de contemplar desde tu tierra, desde tu hogar, al que defendiste desde esta trinchera sin haber claudicado, nuestro primer amanecer en libertad en mucho tiempo. Ver salir, desde Venezuela, desde tu casa, como se verá más pronto de lo que se cree, el primer sol venezolano libre, sin miedo, botas, gases ni balas que lo oscurezcan, hecho de oportunidades y de sueños por cumplir, es un privilegio al que no estamos dispuestos a renunciar, porque lo hemos bregado y lo seguiremos bregando en cada espacio que se preste para ello. Por eso mi brindis de hoy es para ti, que sigues aquí. Lo mereces.
CONTRAVOZ / Gonzalo Himiob Santomé