Algún día, desde la distancia que impondrá el tiempo inexorable, la historia recordará cómo el gobierno bolivariano, incluso desde los iniciales momentos de la campaña electoral que llevó a Chávez al poder, se dio sistemáticamente a la tarea de crearse enemigos donde nunca los hubo
No concibo un trance peor que el de tener que batallar con fantasmas. Luchar contra lo que se conoce, contra lo corpóreo, contra lo que se ve, es sencillo. Cuando el enemigo es real, los límites de la contienda están definidos de antemano, no hay espacio para tergiversaciones, trucos bajo la manga ni confusiones. De lo que existe, se puede adivinar con facilidad si busca nuestro daño o no, de lo que no existe sino en nuestra imaginación, se puede decir cualquier cosa. Si algo real nos vence, no será porque le hayamos atribuido fuerzas que no tiene o porque nos hayamos dejado acorralar por temores auto inducidos, esos que elevamos a la enésima potencia desde nuestras propias limitaciones, sino porque en efecto tenía lo que necesitaba para superarnos; pero cuando el enemigo es imaginario, producto de nuestra propia paranoia o creación indefinida de nuestra locura particular, no hay victoria posible.
Algún día, desde la distancia que impondrá el tiempo inexorable, la historia recordará cómo el gobierno bolivariano, incluso desde los iniciales momentos de la campaña electoral que llevó a Chávez al poder, se dio sistemáticamente a la tarea de crearse enemigos donde nunca los hubo. Gracias a Chávez, Venezuela es un largo y agotador cuento, literal y metafórico de fantasmas desde hace casi 20 años. Pese a estar lleno de derrotas inocultables, ese ha sido el método, no ha cambiado y, lo que es peor, no va a cambiar, porque detrás de cada narrativa oficial dirigida a la creación de nuevos enemigos “de la patria”, “de la revolución”, “del pueblo” y así, contra los que cabe hacer la “guerra” y contra los que todo vale, no existe en realidad ni siquiera el ánimo de vencerlos, sino un marcado carácter utilitario dirigido a cumplir tres objetivos muy bien definidos: el primero, poner sobre los hombros de los demás, de los “otros”, culpas y cargas que solo pueden atribuirse al mismo gobierno, preso de su ineficiencia, de su corrupción, de su desprecio hacia el saber y de las evidentes carencias, morales o intelectuales, de muchos de sus más destacados representantes. El segundo, servirse de ello para reforzar, a través de injustas investigaciones, persecuciones, detenciones y hasta condenas, la espiral del miedo, esa que nos mantiene paralizados y ha hecho que, a los ojos del mundo, los venezolanos seamos vistos con una lógica suspicacia nacida de la constatación de que, si mucho de lo que aquí ha pasado ocurriera en otros países, la respuesta de la ciudadanía en esas latitudes hace rato que hubiera sacado a sus gobernantes del poder. Por último, esta creación de enemigos imaginarios a diestra, pero especialmente a siniestra, también cumple un objetivo “legitimador”, pues todo se hace, supuestamente, “por el pueblo” (entelequia que en el diccionario chavista/madurista solo se refiere a quienes les apoyen) de manera que, en un inacabable discurso maniqueo, se perciba siempre que en esta realidad siempre hay un “malo maluco”, que se opone perversamente al “pueblo” para, supuestamente, dañarlo siempre.
Hoy son los panaderos, pero hace nada los “malos” de la película eran los jugueteros. Antes ya habían pasado por la misma ordalía los constructores, los agentes inmobiliarios, los farmaceutas, los médicos, los vendedores de electrodomésticos o de cualquier bien necesario, los dueños de bodegas o automercados, los agentes de casas de bolsa, los ganaderos, los agricultores, los cafetaleros, los banqueros, los comunicadores sociales, los dueños de los medios de comunicación privados, los activistas y defensores de DDHH y hasta los vendedores de vehículos. Ni hablar de los políticos opositores, de los representantes de otros países o de los organismos internacionales que no le rían las gracias a la “revolución”, ni de los jóvenes, profesionales o estudiantes, que se hayan atrevido a alzar la voz en defensa de su futuro. Todos hemos sido, o lo que es peor, en algún momento vamos a ser, estigmatizados como “enemigos del pueblo”. Todos somos, o en algún momento vamos a ser, “traidores” o “lacayos del imperio”. Todos somos o vamos a ser, a los ojos del “proceso” que nos han pintado por todo el país, “criminales”. De esa lógica revolucionaria perversa, aunque algunos aún se nieguen a creerlo, no se escapa nadie.
Y esto es así porque lo importante es cumplir con los objetivos antes planteados. La culpa siempre es de la vaca. Si no hay pan, porque en el país no se produce harina de trigo y tampoco se importa la necesaria, la culpa no es del gobierno, es de los panaderos; si no hay juguetes, o están muy caros, la culpa no es del gobierno, sino de los jugueteros; si no hay alimentos, la culpa no es del gobierno, es de los bodegueros, de los dueños de los automercados, de los ganaderos y de los agricultores; si no hay medicinas y la gente se muere por ello, la culpa es de los médicos y de la industria farmacéutica, jamás del gobierno “revolucionario” y “humanista”; si de Venezuela hay poco o nada bueno que contar, la culpa no es del gobierno sino de los medios de comunicación al servicio, supuestamente, de oscuros intereses; si no hay liquidez, o si nuestras reservas internacionales bajan a límites insostenibles, la culpa no es del gobierno ni de los boliburgueses que dilapidan nuestras arcas impunemente y a placer, sino de “Dólar Today”, de los banqueros y de los que manejan el mercado bursátil; si no hay vehículos ni repuestos, si las ensambladoras están paradas por falta de insumos o de las divisas para la importación que controla y reparte el gobierno, la culpa no es de Maduro ni de sus ministros, es de los concesionarios y de los fabricantes; si no hay vivienda, la culpa no es del gobierno, es de los constructores “capitalistas” y de los agentes inmobiliarios “especuladores” y “usureros”.
Todo es poner la paja en el ojo ajeno, para ocultar la viga que a los oficialistas les atraviesa no solo los ojos, sino la cabeza, para después con ello “justificar” la persecución y hasta la encarcelación de “los otros”, de los díscolos, de los críticos, con la mira puesta en sacarlos del juego para que sean los “leales” los que se ocupen de lo que, no hay prueba favorable en contrario, no saben hacer. Si le quitan sus panaderías a los panaderos, para ponerlas en manos del “pueblo”, nos vamos a quedar sin pan. Así pasó con las centrales azucareras, con las cementeras, con las cafetaleras, con Agroisleña, con las casas de bolsa, y no pare usted de contar. Con ello el mensaje que se envía es claro: “o te retratas conmigo o te saco del juego”. Y funciona. El miedo cunde y muchos, como la barbarie no ha tumbado aún a patadas sus puertas, creen ilusos que “si no se meten con el gobierno” el gobierno no se va a meter con ellos. Se equivocan.
Además, con todo esto, de la mano de los idiotas “progres” del mundo, de esos que son muy “humanistas” y “solidarios” pero ni de vaina dejan París o Madrid para venirse a vivir sus euforias en La Peste o en Ciudad Caribia, el gobierno revolucionario se lava la cara y pregona a los cuatro vientos falsedades populacheras que muchos le compran demasiado baratas y que a nosotros nos salen demasiado caras. No es en balde ni queda al azar el uso del término “guerra” (“económica”, “del pan”, “contra el acaparamiento”) contra los enemigos imaginarios, pues las reglas de la guerra son distintas a las de la civilidad, y si en situación de paz hay que respetar el estado de derecho, contra un “enemigo”, en una “guerra” se puede hacer casi cualquier cosa. Esa es la idea escondida tras el uso de este vocabulario bélico e intransigente.
Pero pocos se atreven a verlo. Cuando uno escucha las declaraciones oficialistas en los foros mundiales, lo que escucha es populismo tosco y ramplón, lo que se oye es una ilusoria cruzada cervantina en la que estos supuestos quijotes, inútiles, corruptos y flojos, no son más que víctimas llorosas y eternas de imaginarios molinos; para ellos en sus delirios todos “gigantes” conspiradores, que según ellos les salen hasta de debajo de la mesa. Lo peor es que, acá y afuera, todavía hay gente que se lo cree, y mientras tanto, entre los palos de ciego, los abusos y los manotazos a incorpóreos e inexistentes fantasmas, la realidad nos va devorando, esa sí, “a paso de vencedores”.
«La culpa siempre es de la vaca. Si no hay pan, porque en el país no se produce harina de trigo y tampoco se importa la necesaria, la culpa no es del gobierno, es de los panaderos…»
Gonzalo Himiob Santomé