Tarek quedará relegado a ser recordado como el peor defensor del pueblo que hayamos tenido jamás, como el que se negó a recibir constantemente a la ciudadanía que le reclamaba que cumpliera cabalmente sus funciones…
Hace unos trece o catorce años me tocó dar clases en la extensión del postgrado en ciencias penales y criminológicas de la Ucab en El Tigre, allá en Anzoátegui. El vuelo salía el viernes muy temprano, y el avión era uno de esos muy pequeños de una aerolínea que por aquellas fechas era la única que cubría la ruta desde Maiquetía hasta el pequeño aeropuerto de San Tomé, que es el más cercano al que era mi destino final. Estábamos unas 15 personas sentadas ya en nuestros puestos asignados de la aeronave, bajo el sol de esa mañana que cada vez nos calentaba más y más, pero el vuelo no salía. Pasaron unas dos o tres horas, llenas de impaciencia y de acalorado desespero, cuando por fin el piloto y el copiloto dieron muestras de que por fin despegaríamos, fue allí cuando advertimos cuál era la causa de la demora: el entonces diputado Tarek William Saab, oriundo del El Tigre, viajaba ese día también a su tierra y, aunque no puedo asegurarlo, alguna palanca debió haber movido, porque la aerolínea nos hizo esperar a todos, en esas condiciones, durante todo ese tiempo, solo a la espera de su llegada.
El ahora Defensor del Pueblo se asomó entonces a la puerta del avión y, apenas fue reconocido no solo como oficialista sino como el causante de nuestro calor y de nuestro retraso, se escuchó en su contra una grave serie de improperios y hasta un improvisado “cacerolazo” a cargo de los demás pasajeros que, por fin, comprendían que la demora no tenía nada que ver con problemas técnicos ni con las variables del clima.
En un primer momento, yo no dije ni hice nada. ¿La razón? De la mano de Tarek, subiéndose también al avión, estaba un niño pequeño, su hijo (imagino que era Yibram), que no podía ocultar en su mirada la incomodidad y la vergüenza que todo eso representaba para él. Yibram tendría en aquel momento unos cinco o seis años, no sabría decirlo, y era hacia su padre, que como todo padre para un niño de esa edad era su héroe amado más allá de cualquier otra cosa, contra el que, por razones que el pequeño no estaba en capacidad de comprender, se descargaba en ese momento una molestia que, incluso ya en aquellos días lejanos (recordemos que esa fue la época en la que los “cacerolazos” se hicieron costumbre contra los afectos al gobierno) tenía mucho que ver con situaciones que iban mucho más allá del tiempo de espera obligada en esa vaporosa cabina.
No espero que ni Tarek ni Yibram lo recuerden, quizás ni cuenta se dieron, ni busco con esto que les cuento algún reconocimiento ni agradecimiento de ningún tipo, pero sí quiero dejar claro que inmediatamente, al ver en el pequeño la fuerte impresión que le estaba causando el alboroto, le pedí con un gesto a los demás pasajeros que tomasen en cuenta al niño y que no le hicieran pagar la culpa del padre. En ese momento no tenía yo hijos aún, pero me parecía muy duro que un inocente se viese obligado a tan temprana edad a llevar sobre los hombros cargas ajenas. Me vi en ese espejo y sentí que lo que estaba ocurriendo, aún justo contra el progenitor, no lo era contra el vástago, y pensé que dejar correr las aguas de esa ira no serviría para cosa distinta que para promover resentimiento y dolor en quien no lo merecía.
No iba a ser yo el que avalara que nos comportásemos de la misma forma en la que, ya estaba claro incluso en aquellos momentos remotos, se comportaban y se comportarían los intolerantes que ayer y hoy nos oprimen por el simple hecho de pensar distinto y de tener sueños diferentes.
En fin, de alguna forma, quizás porque al reparar tras mi gesto en la mirada nerviosa del niño todos los pasajeros sintieron lo mismo que yo, el escándalo cesó. Tarek, eso lo recuerdo con claridad y no tengo prurito en contarlo también, pretendió no darse por enterado, pero abrazó con ternura a su hijo calmando, como corresponde, su ansiedad. Desde allí, el vuelo transcurrió con normalidad.
Cuento esto porque a mí sí me movió mucho la reciente declaración pública de Yibram Saab, hijo del ahora improbable defensor, mejor llamarlo “ofensor”, del pueblo, y no dudo ni por un instante de su sinceridad y de la valentía de la que tuvo que hacerse para encarar a su padre de esa manera. Me lo imagino enfrentado una y mil veces a situaciones similares a la narrada, por lo que pudo haberse dejado llevar una y mil veces por el resentimiento, convirtiéndose en uno de estos seres irracionales y obtusos que no miden al opuesto más que con las varas del odio, pero no lo hizo. Por el contrario, creció, y puesto en el lugar de hacerlo, desafió a su padre como pocos lo habrían hecho, y esto no debió ser fácil para él. Yibram es presente y futuro que le exige a su padre, el pasado, que no le corte las alas ni la vida. Su gesto, simbólico y contundente, merece respeto.
Además, no encuentro sustento válido ni lógico que permita afirmar con seriedad que se trató la expresión de Yibram de un “juego de laboratorio” ideado por algún oscuro estratega del G2 cubano, o por alguno de esos “iluminados” de nuestros cuerpos de “inteligencia”, como algunos han querido hacerlo creer. Si así fuese, ¿cuál beneficio le reporta al régimen?, ¿tan brutos son los espías antillanos o los Maxwell Smart criollos que se lanzan una jugada como esa, esperando obtener de ella algún tipo de ventaja contra la oposición? Lo más que se ha llegado a decir, y es francamente absurdo (a las pruebas me remito) es que como esa declaración se hizo pública el mismo día en el que fue asesinado de un bombazo en el pecho Juan Pablo Pernalete, con la difusión del video de Yibram se pretendía “ocultar”, como si eso fuese posible, el vil asesinato de ese día, o en todo caso, restarle notoriedad. ¡Y vamos! Aún cuando eso fuese cierto, ya que nadie ha podido demostrarlo más allá de su propia afirmación visceral, la reacción de Venezuela entera ante las hasta ahora cerca de 30 muertes en las protestas, y especialmente ante la de Juan Pablo, bastaría para demostrar que ese tiro le habría salido por la culata directo a la jeta del que lo pensó (repito, en la hipótesis improbable de que hubiese sido así) como una certera “maniobra” en defensa de la “revolución”.
Tampoco veo en esto ningún beneficio “colateral”, ni político ni personal, para el padre, esto es, para Tarek. En todo caso, lo único que queda claro es que su hijo es un joven digno y valiente, lo cual debe enorgullecerle. Él mismo se ocupó de volver a mostrarse como se le percibe al afirmarse ante la prensa, sin modestia alguna, como un “padre ejemplar”, y quizás lo sea, no lo sé, pero es que, como ocurre con las damas, la que en verdad lo es, no tiene que estarlo gritando a los cuatro vientos. Igual pasa cuando te reclamas continuamente como defensor de los derechos humanos mientras permites que vapuleen, encarcelen injustamente y hasta asesinen a tus compatriotas, a esos que juraste y que estás en posición de proteger.
Bien decía un amigo en estos días que si algo quedaría de todo esto para la posteridad, es que cuando Venezuela vuelva a ser libre, a Yibram no se le conocerá como el hijo de Tarek, sino al revés. Tarek quedará relegado a ser recordado no solo como el peor defensor del pueblo que hayamos tenido jamás, como el que se negó a recibir constantemente a la ciudadanía que le reclamaba que cumpliera cabalmente sus funciones ocultándose tras las barreras de la más brutal represión policial y militar que hayamos conocido en los últimos tiempos, y solo podrá a su favor, en todo caso, exigir que se le recuerde como el padre de Yibram.
Por supuesto, eso no es poca cosa. No hay buen padre que no anhele y desee que sus hijos terminen siendo mucho mejores que él mismo, desde que soy padre lo sé, pero por mucho orgullo que le inspire su descendencia, esto no le servirá a Tarek para aliviar el peso de las piedras históricas él mismo ha puesto en su mochila. Esa es su carga y su responsabilidad, y a él le corresponde lidiar con las consecuencias de sus acciones y omisiones.
Y a eso voy. Al igual que lo pensaba hace ya tantos años, creo que los pecados del padre no se trasladan a los hijos. Las virtudes tampoco. Porque esa es ley de vida, aunque a los hijos y a los padres nos unan vínculos especiales y poderosos, creo que cada cual construye su propio camino y cada quien, al llegar el momento de rendir y de rendirse cuentas, es dueño de su propia tragedia, de sus propias ignominias, o de la gloria y buena reputación que se haya labrado en su curso vital. Es verdad, el buen nombre de nuestros padres nos enorgullece y nos conforta tanto como la mala reputación o sus malas acciones pueden llegar a avergonzarnos, incluso cuando ya se hayan ido, pero ni lo uno ni lo otro nos define como seres humanos.
Los padres e hijos podemos ser parecidos, pero no somos lo mismo, y jamás estará bien juzgar al fruto por el árbol del que proviene. Así lo he creído siempre, no solo ahora, y creo que a todos nos haría bien aceptarlo, sobre todo en estos tiempos crispados tan fáciles para el juicio apresurado y para la visceralidad. Venezuela, este es mi llamado, nos merece mejores, menos desconfiados o suspicaces y, sobre todo ahora, mucho más cercanos a la mejor versión que de nosotros mismos podamos mostrar.
CONTRAVOZ